martes, 8 de diciembre de 2015

Ritual de apareamiento

Todas las especies tiene un ritual de apareamiento. Los humanos somos los más complejos en este sentido, ya que el ritual no solo se basa en nuestro instinto reproductor, sino también en el amor y en una serie de construcciones culturales en base a la monogamia —aunque eso a algunos les parece algo bastante accesorio—.
Tenemos millones de normas estipuladas para este ritual, que resulta prácticamente imposible realizarlo sin errores. Por eso, cuando por fin conseguimos a nuestra "presa", actuamos de forma estúpida y molesta, nerviosos por todos lados.
El hombre debe pedirte salir. En la primera cita hay que ir a cenar o tomar algo, no puede haber sexo. Hay que vestirse de una manera específica, y las mujeres deben maquillarse. No hay que hablar de ex, ni de ninguna flaqueza personal. Hay que demostrar todo lo maravilloso que uno es, y reírse hasta forzadamente de lo que el otro dice. Él debe pagar, o al menos, hacer el ademán —no olvidemos que estamos en la era del feminismo, pero parece que la "caballerosidad" sigue imperando en el mundo de las citas—. En la despedida, puede haber algún beso, fugaz y poco sexual. Ese día no debe haber otro tipo de comunicación, pero la falta de la misma tampoco debe extenderse mucho en el tiempo, por si el otro considera que perdimos interés.
Si todo esto sale bien, habrá una, dos, tres y cuatro citas. En alguna —generalmente, la tercera— habrá sexo. Poco a poco, se dejarán de lado los temas triviales, como qué música le gusta a cada uno o el frío que hace hoy, para cambiar a temas más personales. Obviamente, sin dejar caer la máscara de perfección.
El tiempo pasará, más o menos bien, en esa etapa que muchos llaman "enamoramiento". El otro es perfecto para uno, y vaya si lo es, porque estamos tan imposibilitados de acción propia que actuamos como debemos actuar para agradar al otro que, realmente, no tiene muy claro si todo lo que estamos haciendo es lo que le gustaría que alguien hiciera.
Y un día, "se viene la noche", como diría mi abuela. Te das cuenta que te molestó algo que siempre estuvo ahí, pero de manera maquillada —por el otro, pero también por uno mismo—. Y comenzas la primera de tantas discusiones. Algunas tienen un asidero real, una molestia concreta; otras simplemente son la rutina diaria de discutir con alguien de quien ya no nos sentimos enamorados. Porque no era esa persona que demostró desde la primera cita: solo el tiempo fue sacando las máscaras y matando la idea de haber encontrado a la persona única para nosotros.
Hasta que se termina. Lloramos, capaz que queremos volver —y capaz que lo hacemos—, y maldecimos el momento en que nos dejamos engañar por el amor, jurando no volver a enamorarnos.

***

Y yo me pregunto, sinceramente, ¿es tan importante que se haya puesto perfume o no? ¿O que le gusten los Rolling Stones tanto como a ti? ¿Son cosas que cambiarán el rumbo de una relación?
Capaz que está bueno que, aunque nos de miedo el rechazo o la decepción, nos comportemos como realmente somos en esa primera cita. Y que sea un desastre si tiene que serlo. Porque solo así seguiremos una relación que verdaderamente valga la pena, algo que no se rompa, algo que, al menos por un tiempo, se asemeje más al amor. Y llegue un punto en el que de verdad lo sea.
Entonces, la clave del éxito del ritual de apareamiento está en que no se asemeje a un ritual de apareamiento.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Sea feliz con su pareja YA

Primero que nada, debe saber usted que esto no es un blog de autoayuda. Aquí no escribe una discípula de Coelho que ofrece soluciones mágicas a sus problemas, pero estoy casi segura de que, al menos entre las personas normales, estos consejos servirán de ayuda.
A veces pasa que, cuando estamos en pareja, surgen problemas. Los seres humanos somos terribles, ya que tenemos la capacidad de convertir cosas bonitas en cosas horrendas —como por ejemplo, el amor en sufrimiento—. También tenemos el don de la poca paciencia, que nos hace creer demasiado fácil que todo está perdido y nada se va a solucionar. ¡Pero no sufras más! Hay algunas cosas que puedes hacer para ser feliz con tu pareja YA.
En primer lugar, debe saber que para construir una pareja feliz y duradera en el tiempo, debe estar enamorado. Fíjese si el problema no está allí, ya que esto le quitará un montón de dudas al respecto. Recuerde: la baja autoestima, la necesidad de sentirse querido o de tener pareja por la razón que sea —generalmente, algún tipo de presión social; aunque también podría ser para esconder situaciones tan "vergonzosas" como ser homosexual o asexual— no llevan a buen puerto. Generalmente, escogemos entre las personas que se nos acercan y no a quien de verdad deseamos, y por ende, difícilmente nos enamoremos.
En segundo lugar, tenga en cuenta que la persona de la que uno se enamora no es perfecta, ni su misión en la vida es hacer todo lo que usted desea cual pequeño dictador. Probablemente usted tenga un millón de defectos que su gran ego no sabe apreciar, pero lo cierto es que esas cosas del otro que nos resultan imposibles de soportar, puede que sean nimias comparado con los estúpidos que podemos llegar a ser. Así que, a menos que esté saliendo con una persona violenta, posesiva o represora, entienda que va a tener defectos, que uno puede elegir no soportarlos, pero que no va a haber nadie que no tenga nada que no nos moleste. Y antes de mandarlo de nuevo al bello lugar por el que salió y vio la vida porque no colgó la ropa, recuerde ese día en que usted no fregó los platos porque estaba más interesante la película que estaban dando en la tele. La ropa no se suicidó por no haber sido colgada —valga lo gracioso de la cuestión— ni los platos quedaron inutilizables por lavarlos cinco horas después. Hay cosas más importantes.
Y esto enlaza perfectamente con el punto final. En tercer lugar, relájese. Duerma sin despertador siempre que pueda, discuta los problemas abrazado y cocina algo rico el fin de semana. Tome a su pareja como si fuera el gran Lexotán de su vida, esa cosa que le devolverá la calma cuando todo lo demás esté mal. Capaz que así, y solo así, conseguirá la felicidad con su pareja. Ya.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Soy gorda

En ese momento en que los niños son crueles, yo era la gorda. También era la nerd, pero eso parecía no importarme porque no sentía realmente un insulto eso de querer leer y aprender. Sin embargo, que me dijeran gorda me molestaba soberanamente, sobre todo porque yo no me veía así. Era la más alta de la clase —incluso más que mis compañeros varones— y tenía una espalda ancha. Pero según el médico, para mi tamaño, estaba en mi peso perfecto. Y para mis ojos que ya se miraban con detalle en el espejo, también. No lo recuerdo muy bien, pero creo que de niña me consideraba linda.
Tal vez en el único momento en que me salvé de esa brutal palabra que descalifica y lastima, fue cuando pegué el estirón y era una adolescente flaca y alta, sin gracia alguna porque el desarrollo propio de la edad aún no había venido a mí, y mi cuerpo se asemejaba más al de un compañerito de secundaria que al de formas redondeadas que ostentaban mis amigas. Cuando mis caderas se ensancharon bastante y el pecho creció más de lo que yo hubiese deseado, volví a ser gorda. 
Lo cierto es que, gorda gorda, solo estuve una breve etapa de mi vida, que poco después decidí terminar de formas poco saludables pero efectivas. Sin embargo, soy y seguiré siendo gorda. 
No es un tema de peso ideal, de salud, de sentirse bien. En este mundo, se puede ser gorda dentro de tu peso perfecto, porque la gordura es una actitud. Yo soy gorda porque como cuando tengo hambre, y no me privo de unas papas fritas si tengo ganas; soy gorda porque no tengo los abdominales marcados o peso diez kilos menos de lo que debería, y luzco más como las llamadas modelos plus-size, que verdaderamente —y como yo— no están ni cerca de ser una XL, pero tienen una caja torácica y un trasero dignos de una L. Pero sobre todo, creo que soy gorda porque a esta sociedad le molesta que le digas que te sentís bien como sos. 
Estamos en un mundo competitivo, en el que es común que tengamos la autoestima baja, en el que nos cuentan todo el tiempo que tenemos que ser como esa modelo perfecta —a base de Photoshop— sin vello, sin estrías, sin celulitis, sin un gramo de grasa. Nos cuentan eso para vendernos productos antiacné, antiarrugas, antivida feliz. Como si esa modelo que pasó por la herramienta Liquify, a la que se le retocó el pelo fuera de lugar y se le sacó la mancha de nacimiento, no fuera bella antes de todo eso. Como si la belleza fuera la perfección, y como si la perfección fueran unas costillas marcadas o unos abdominales duros como roca bajo unas tetas firmes, redondas y enormes. Por eso soy gorda: porque no soy perfecta, pero tampoco vivo a dieta o paso adentro del gimnasio para lograrlo, porque me salgo del sistema sintiéndome atractiva incluso con el grano que tengo en la mejilla y que decido no tapar. Soy gorda porque mi llegar al verano es comenzar a disfrutar del helado mientras esté saludable, y mirarme al espejo sabiendo que hay cosas que no me gustan —y algunas las puedo cambiar y lo hago, con calma y sin prisa—, mientras otras sí, pero recordando siempre que este cuerpito que el mundo me hace creer que es gordo es tan solo un instrumento donde cargar toda mi felicidad.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Araña

Ayer llegamos a casa cansados, y me dolían los pies de bailar. Eran las cuatro de la mañana, y cuando me senté al borde de la cama para sacarme las sandalias, la vi: con su cuerpito chiquito y sus patas largas y flacas, caminando hacia mi pie con precisión. Y con la sandalia a medio desabrochar, la maté. Sin dudarlo. De un golpe seco, tan seco que quedó espachurrada contra la baldosa gris. Me quedé en shock mirando el cuerpo muerto de ella, la araña, pero ella ya no representaba solo a esa araña en particular, sino que a mis ojos era todas las arañas del mundo: la que me había picado cuando era niña; la que había encontrado una vez en Cien años de soledad y por la que decidí, en su momento, no leerlo; y esa que, unas semanas atrás, había logrado matar pegándole con la escoba, de lejos.
En un acto rápido y tajante, había dejado a la araña aplastada en el suelo, sus fluidos derramándose de la misma forma que el sudor frío que me recorría el cuerpo tembloroso de auténtico pánico. Firme y precisa, había matado el miedo a la araña, y capaz, algún miedo más.

martes, 24 de noviembre de 2015

Fallo

Siempre me costó mucho expresar lo que siento. Diría mi psicóloga, "te cuesta tomar contacto con lo que te pasa". Desde niña veo que la gente tiene facilidad para decir "estoy feliz", "estoy enojado" e identificar lo que le pasa, cuando en mí tan solo es una maraña de elementos dispersos, que se confunden por momentos.
Por ejemplo, ahora, creo que estoy triste porque estoy llorando, y a veces digo que soy feliz porque me río, pero muchas veces mis actos no corresponden necesariamente con todo eso que hay en el interior. Admiro a la gente que tiene claro lo que siente, porque en mí solo hay nubes difusas que, por momentos, estallan (para bien o para mal).
A veces creo que estoy en calma con el mundo, con mi entorno y conmigo misma, solo para que suceda algo que abra la caja de Pandora de todas mis tristezas y mis miedos. Tal vez porque eso es lo que siento la mayor parte del tiempo.
No sé si no sé sentir, o si siento demasiado. Definitivamente, vine fallada.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Lo que pasó en París

Un par de días antes de lo que pasó en París, decidí explicar por primera vez en mi vida y con lujo de detalles mi ideología política. Lo que creía que era mejor para el mundo -no solo para los humanos, sino también para los animales y la naturaleza en general-, cómo se podía conseguir y qué problemas podíamos encontrarnos en el camino; así como también lo que yo hacía, día a día, a veces más y a veces menos, para conseguirlo.
La respuesta que recibí fue "¿y no te frustra saber que esto es algo casi utópico, un cambio que vos no vas a ver?". Me acordé, por un instante, de mi profesor de filosofía de sexto de liceo, que un día me dijo que era ingenua, que ya iba a crecer y me iba a dar cuenta de cómo son los seres humanos, cuando yo le defendí a capa y espada que el hombre es bueno por naturaleza. Y se ve que aún no maduré. 
Rousseau, hace un tiempito ya, se peleaba con Hobbes, que decía aquella consabida frase de homo homini lupus. Yo estoy del lado de mi buen amigo Jean-Jacques, aunque a veces, como con lo que pasó en París, se me vayan las ganas de creer. 
Largo y tendido puedo debatir sobre los atentados en nombre de Alá, las guerras en nombre del petróleo y los niños muriéndose de hambre en nombre del gordo millonario en su mansión. Creo que no hace falta decir que está mal, que es injusto. Que es triste que alguien que fue a tomar una copa con amigos termine con el cuerpo lleno de agujeros porque otro lo considera indigno de algo que no existe -o, al menos, no sabemos si existe-. Que es increíble que cada día mujeres de todo el mundo sean vejadas, asaltadas sexualmente, violadas y usadas como objeto, que yo misma recibo día a día opiniones sexuales de hombres a los que no se las pido, pero no puedo imaginar el infierno de una mujer en una situación tal de violencia. Que es horrible ver al viejito que duerme en la calle, en un colchón viejo, abajo de un techo, con la tormenta que hay, mientras a un tipo le pagan millones por actuar en una película o patear una pelota, no porque estas profesiones sean poco dignas de respeto, sino porque le damos demasiada importancia a un papel al que nosotros mismos inventamos y dimos valor. Que es vergonzoso que se nos sequen los campos, que no haga calor en noviembre y que la basura esté por todos lados. Porque todo eso ya lo sabemos. 
Nosotros no podemos bajar del pedestal a los grandes dioses, los del cielo y los de la montaña de guita, ni podemos -ni debemos- alimentar a todos los niños de África. No podemos pararnos entre medio de los soldados y frenar una guerra, o regenerar la capa de ozono. Ojalá sí. 
Pero tampoco podemos pedir nada si prejuzgamos a la gente, si contestamos mal, si tiramos un papel en la calle por pereza o si no hacemos lo que amamos. Si nos quedamos callados si un tipo le grita a su pareja o la maltrata delante nuestro -y viceversa-, si no ayudamos a alguien en algo, aunque sea una estupidez, si seguimos calificando a la gente en "gorda" o "fea", si mantenemos relaciones enfermizas, si no cuidamos nuestra salud, si perdemos el tiempo en hacer plata, si nos cuesta llorar, abrazar o enojarnos. Porque todo eso que hacemos cada día es un poquito de la anestesia que nos vienen mandando hace años para que no jodamos. 
Nos educan en el miedo y en un sistema de calificaciones basados en pruebas de temarios extensos y, muchas veces, estúpidos. Nos bombardean con belleza para que no podamos ocuparnos nada más que de nuestras estrías y nuestras tetas caídas, para no quejarnos por nuestros derechos. Nos explican cómo debe ser nuestra sexualidad y nuestras relaciones amorosas a través de cada producción cultural hegemónica, cosa de que no podamos descubrir realmente cómo sentimos. Y nos cuentan en cada medio de comunicación cómo el mundo es una mierda, eligiendo lugares lejanos y realidades externas para que fomenten nuestras compasión pasiva y creamos que no podemos hacer nada. 
Capaz que suena muy revolucionario, y por ahora no tengo la boina puesta, pero te animo a que dejes la anestesia de lado. Está buena, porque te frustra sin darte cuenta de que estás sufriendo; pero creeme que si hay que llorar por algo, prefiero que sea por un corazón partido al medio de verdad, por algo que valga la pena. No aceptes más la jeringuilla del pensar de otros, y hablá contigo de lo que pensás. Puede cambiar, puede fluctuar, podés tener dudas. Pero una vez creas algo con convicción, actuá en consecuencia, mové el culo del sillón y salí a vivir tu vida. Esa, de verdad, es la única forma de cambiar el mundo. 

domingo, 11 de octubre de 2015

La gente idiota

Todos tenemos prejuicios. El mío no son los negros, ni los judíos, ni las fans de Justin Bieber. Lo mío es la gente idiota.
Cuando digo esto, suelo meterme en problemas. Primero que nada, el hecho de insultar a alguien (la Real Academia Española dice que idiota es alguien tonto, alguien sin instrucción o alguien engreído sin fundamento) no me hace una persona especialmente simpática; en segundo lugar, el darle una nueva acepción a una palabra muchas veces da lugar a confusiones.
Así que, si usted ya se indignó, tiene toda la razón del mundo. Pero no puedo evitar ser transparente y decir que mi prejuicio, simple y llanamente, es la gente idiota. Y el mundo está plagado de ellos...
Alguien idiota es alguien que se enorgullece de jamás haber leído un libro, mas no me parece idiota alguien que no disfruta de la lectura (aunque sí, debo admitir, un poco raro) o alguien que dedica su tiempo a otras actividades. Lo mismo vale para cualquier actividad cultural: soy una persona más que razonable cuando alguien dice que no le gustó una película que a mí me parece una obra maestra, y también (aunque me haya costado más) he llegado a entender a aquellos que dicen que les gusta la cumbia, no como elemento bailable en fiesta nocturna, sino como pieza musical. El problema no es, tampoco, la persona que no puede acceder a la cultura por el motivo que sea (pobreza, distribución, etc.), solo es verdaderamente idiota el que desprecia la cultura.
Alguien idiota es una persona que se siente mejor que las demás (puede que ahí me acerque un poco más a una de las definiciones de la RAE). Ahí está el doctor que le habla mal a la cajera de supermercado porque no tiene un título universitario, el hombre que maltrata a la mujer (y viceversa), los que torturan animales solo por sentir que el humano es mejor que un perrito o una rata, el metalero que cree que los que no escuchan metal no saben nada de música (puede insertarse otra tribu urbana/género musical), los que gritan, los que corren de un lado para el otro sin pensar, los que prefieren los billetes que un abrazo, los enfermos políticos y religiosos... y la lista me sigue quedando corta.
Y por último, pero no menos importante, la gente idiota es aquella que prejuzga. Y no soporto a la gente que prejuzga.

Atentamente, yo: alguien que detesta la ópera y la cumbia, que a veces le habla mal a la gente y no sabe hablar de política sin ofuscarse.

Atentamente, una persona idiota.

jueves, 1 de octubre de 2015

El problema de vivir con un hombre que no es machista

Vivir con un hombre que no es machista no es fácil. Más bien, me viene complicando la existencia.
Tal vez usted, mujer que tiene que hacer todas las tareas del hogar, no entienda mi postura, pero eso sucede porque no la ha vivido.
El problema de vivir con un hombre que no es machista radica, esencialmente, en que me doy cuenta de que yo sí lo soy. Pese a que aún recuerdo las palabras de mi madre cuando era niña cuando, por circunstancias de la vida me dijo "vos tenés que ser independiente, tenés que ser profesional y tener trabajo, y no depender de ningún hombre", soy machista.
Sí, tal vez en mi discurso libertario me encuentro con que quiero usar la ropa que quiero, tener los amigos que quiero; y me horroriza pensar que hay mujeres que se dejan golpear por quien, en teoría, debería amarlas y respetarlas más que a nadie. En mi mundo ideal teórico, la igualdad -no porque seamos iguales, sino porque tenemos los mismos derechos- es la piedra angular de una relación amorosa.
Pero todo esto es de la boca para afuera. Sí, soy una mujer profesional, fuerte, independiente. Incluso, gano más que mi actual pareja, algo raro en el mundo que vivimos. Mi relación se basa en el respeto, en la confianza y en la libertad, por sobre todas las cosas. Jamás permití ni permitiré que se me critique una pollera muy corta, pero tampoco la idea de seguir estudiando o trabajando. Sin embargo, me cuesta ceder en el hogar.
En la primera situación, hago una lista de la compra para que él vaya al supermercado. Cuando llego a casa después de un largo día, me doy cuenta de que faltan dos o tres cosas de la lista que precisaba para cocinar. Me enojo, y decido que la próxima vez voy a ir yo al supermercado.
En la segunda situación, él se olvida de destender la ropa, tarea que por acuerdo habíamos decidido que iba a hacer. Llego cuando está lloviendo y la ropa está ahí, mojándose, después de un par de días en la cuerda. Me enojo, y decido que la próxima vez voy a tender yo la ropa.
¿Cuál es el problema? Soy machista. Quiero hacer todo yo. ¿Por qué? Porque yo lo hago mejor, porque yo llevo diez años cocinando, limpiando y haciendo las compras de un hogar, porque eran tareas compartidas con mi madre, quien, por casualidad, también es mujer. Probablemente algo que jamás le exigieron a él por, tal vez, machismo. O costumbre. Pero costumbre machista.
Cuando la sociedad habla de machismo, habla de daño hacia la mujer: la que gana menos, la que es violentada, la que es abusada, la que hace todo. Si yo hiciera todo lo que hay para hacer en esta casa, sin duda terminaría exhausta. Lo ideal es repartir las tareas, pero en un mundo machista en el que el perjudicado también es el hombre, me es más fácil hacerlo yo que dejar que se equivoque, que queme el arroz, que tienda mal la ropa o lave mal el piso una, dos y tres veces, hasta que un día, por práctica -como lo hice yo y todos-, le salga bien.
Soy machista en ese momento en el que, cuando lo veo luchando con la sarten engrasada, pienso que probablemente yo lo haría mejor. Porque ese, inconscientemente, es mi lugar, cuando el suyo es el sillón, la tele y la cerveza.
Por eso, la próxima vez que piense que yo hago algo mejor, voy a callar mi machismo con esa buena cerveza que, por ley natural, yo también merezco. Y así, en la próxima entrada de blog, también les podré contar sobre el alcoholismo.

lunes, 31 de agosto de 2015

Hogar

Cuando llegué a la que había sido mi casa durante quince años, me pareció extraña. Había vuelto con la intención de que fuera un lugar de paso, y tal vez fue eso lo que me hizo sentirme así. Ya no estaba la magia del corredor de entrada, dónde supe jugar y dar mis primeros besos; mucho menos una habitación que fuera completamente mía, y con eso me refiero a sentir que estaba llena de mis cosas, no tanto por los muebles en sí sino por ser un fiel reflejo de mi personalidad. El único gesto que amablemente habían tenido conmigo era la Desiderata colgada de la pared.

La casa estaba llena de cosas: recuerdos de un pasado mejor de un matrimonio de medio siglo, acumulados para "las visitas" o "esa ocasión especial": pilas de copas y de vajilla de lujo. Objetos abandonados de los emigrantes de la familia, desde casettes de folcklore uruguayo de mi padre hasta libros de autoayuda de mi madre, así como también alguna que otra herramienta de mi tío.

Eso no ayudaba a la situación. La casa no era de nadie, y era de todos. No era una casa, era un depósito en el que se conjugaban la ex cama de mis padres, mi equipo de audio Technics y la antigua cajonera de mis abuelos. Si rebuscabas un poco, había libros sobre mecánica e Iluminatis, García Márquez y Harry Potter.

No era mi hogar, pero creo que no era el hogar de nadie. Era una sombra de aquello que fue, porque los cajones del mueble de la cocina estaban chanfleados y al patio le faltaban algunas baldosas. Por momentos, sentía que podía volver la vista atrás y sentirme como hacía quince años, al oler el perfume de las rosas de los canteros o al sentir a las cotorritas del árbol de enfrente conversar cada mañana de domingo. Pero la mente se me confundía porque me sentaba en el sillón del comedor y, de repente, estaba en la casa de balneario, porque ese mueble pertenecía ahí; pero no, estaba en el Prado, en la casa sin dueño.

El día que conoció mi habitación, le llamó la atención que no tuviera nada en las paredes blancas, tan impersonales como yo había decidido que fueran. Hacía más de dos años que vivía en la casa de paso, pero la vida había dado muchas vueltas y parecía un lugar en el que podía llegar a pasar mucho tiempo más. La desilusión por no haber logrado mi objetivo y la desazón que me provocaba todo aquello que parecía tan ajeno a mí, no me permitía ni siquiera esforzarme en intentar darle personalidad a ese armario anodino y ese escritorio prestado.

Me iba a quedar, pero sin ponerle el más mínimo empeño a que, al menos mi habitación, pareciera mi hogar. No estaba dispuesta, aunque ya no me quedaran casi esperanzas, a aceptar como hogar algo que no sentía, a bajar los brazos en la búsqueda de esa casa que, más que una edificación, fuera mi fortaleza, ese lugar seguro a donde volver y acurrucarse con una manta y un buen libro en el sofá.

Parecía increíble pero, tres años después de haber vuelto a buscar mi hogar, parecía haberlo encontrado al lado de aquella persona que alguna vez me hizo notar que esa casa no era mi lugar.

jueves, 27 de agosto de 2015

A la muerte

Cuando vengas, no quiero tenerte miedo, porque eso sería aceptar la derrota ante mi propia vida.
Quiero creer que no estoy pensando todo eso porque estoy acá, sosteniendo un paraguas entre tanto dolor, entre lluvia que cala los huesos y flores tan muertas como todo lo que las rodea. Quiero creer que esa mano que se clava las uñas en las palmas ante la impotencia no me está haciendo pensar en las rarezas del ser humano, en la construcción de rituales a un trozo de carne, a la admiración al sufrimiento.

Cuando vengas quiero estar completa. Aunque suene a paradoja, quiero estar llena de vida. Que no me agarres de sorpresa en mitad de algo bueno, porque quiero que sepas que se me ocurren muchos planes y voy a necesitar varios años para cumplirlos. Dejame irme -otra vez- a otro país a vivir, dejame tener hijos y nietos y verlo envejecer a mi lado, con todas sus mañas y su barba y su piel que me gusta tanto abrazar. Dejame escribir más: uno, dos o tres libros, mi vida y la vida inventada de personas que solo están en mi cabeza. Dejame aprender en las universidades del mundo y de la gente que me cruzo. Dejame armar y desarmar casas, comprar muebles, cambiar de trabajo y ayudar a la gente. Dejame pasear, y reír y llorar con la misma intensidad; dejame volverme loca alguna que otra vez, y sanarme a base de mimos. Dejame perder el miedo a cantar en público, a los ascensores y a las arañas, antes de perdértelo a vos.

Y ahí sí: vení con todo, que no te voy a tener miedo. No voy a permitir que me pongan entre cuatro paredes de madera y me guarden, porque si no dejé que me aprisionen en vida, menos lo voy a hacer después. No te voy a tener miedo, porque lo importante va a seguir, libre, hacia donde sea. No te rías de mí ahora, que soy joven y te tengo miedo; no te rías de mis creencias y mis ganas de necesitar más tiempo, porque te juro que un día voy a aprender a quererte y entenderte.

Ahí, en ese momento en que ya haya vivido, ahí vení. Voy a esperarte con el cabello cano y las tetas sueltas, con sonrisita de arrugas que cuenten cada minuto disfrutado, cada minuto de dolor. Vení, que acá voy a estar. Pero bancame un tiempo más, hasta que no te tenga miedo.

martes, 25 de agosto de 2015

Crónico, periódico, cíclico

crónico, ca.

(Del lat. chronĭcus, y este del gr. χρονικός).

1. adj. Dicho de una enfermedad: larga.

2. adj. Dicho de una dolencia: habitual.

3. adj. Dicho de un vicio: inveterado.

4. adj. Que viene de tiempo atrás.

periódico, ca.


(Del lat. periodĭcus, y este del gr. περιοδικός).

1. adj. Que guarda período determinado.

2. adj. Que se repite con frecuencia a intervalos determinados.

cíclico, ca.

(Del lat. cyclĭcus, y este del gr. κυκλικός).

1. adj. Perteneciente o relativo al ciclo.

5. adj. Med. Se dice de un antiguo método curativo de las enfermedades crónicas.


El médico la catalogó como enfermedad crónica. Autoinmune, aunque no se sabe a ciencia cierta. Es decir: no se puede escapar de ella. No hay tratamiento que valga porque, de una forma u otra, volverá a aparecer ese síntoma que te indique que los esfuerzos fueron en vano, y que una vez más, un bichito le ganó a tu cuerpo, a tu mente, y a tu alma.

Al principio, yo me refería a ella como periódica: entre 21 y 28 días, una punzada en el bajo vientre me anunciaba que todo se volvía a repetir. Por unos días -que podían ser 5 o 7, aunque a veces 12 o 15-, el dolor dominará mi vida, sintiendo que ya nada importa tras la vista nublada por los mareos o el cansancio extenuante de la pérdida constante de sangre. Y luego, todo volverá a la normalidad: poco a poco me iré reponiendo y olvidaré el dolor, como quien hace un duelo.

Pero luego, me di cuenta de que tal vez el término que mejor le encaja es cíclica. "Relativo al ciclo", dice mi amiga la Real Academia, y yo no tengo más que hacerle caso a este ciclo un poco desastrado, en el que el problema no es qué es, sino qué deja.

Eso que comienza como una puntada de dolor en el costado o un estómago inflamado, y termina en la cama sin fuerzas para hacer las cosas más básicas. El problema no es el dolor, sino la insistencia: no importa qué duela ni cuánto lo haga, sino el agotamiento mental que produce saber que, en un momento del mes, el ciclo se va a cerrar. Y que volverás a reponerte.

No es solo el dolor, sino el trajín con médicos, ese que hace que los odies un poquito más ante su incomprensión. Esos que no dan respuestas, ni soluciones, y mucho menos un abrazo reconfortante ante malas noticias. Es la expectación de cada mes, la burocracia del tiempo que pasa, de los tratamientos que no funcionan, de los análisis que siempre dan mal, de un nuevo síntoma que aparece... y vuelta a empezar.

Es la rabia y el enojo al saber que hay algunas cosas que no vas a poder hacer en tu vida. Y entonces, levantas un poco de peso y perdés sangre. O te mareas y te sentís exhausta a la primera de cambios, y no podés aguantar ya ni siquiera una noche de fiesta. Solo pensar en tener hijos te da escalofríos. Y en lo que vendrá después.

El problema no es que duela crónico, sino que se sienta crónico.

domingo, 9 de agosto de 2015

Lo interior. Reflexiones sobre la belleza

Cuando mi cuerpo dejó de ser el de una niña, sentí inmediatamente el golpe duro de la mirada deseosa masculina: frontal, casi violenta, cargada de pensamientos que, en ese entonces, me parecían terribles para mi mente aún infantil.
Mi solución, lejos de mostrar las piernas o el escote como hacían el resto de compañeras de mi edad que buscaban despertar todo ese mar de testosterona, fue esconder todo rastro de femineidad y sexualidad.
Me avergonzaba tener un cuerpo atractivo. En mi mente adolescente, eso significaba que nadie se iba a fijar en mi inteligencia, y por ende, que cualquier relación que tuviese iba a ser infructuosa luego de que se apagara la pasión.
Y así crecí: en un mundo donde todas eran más lindas que yo, donde yo solo era la amiga inteligente y simpática. Nadie sabía qué había detrás de esa camiseta de Nirvana dos talles más grande y el pantalón que intentaba esconder una cadera redondeada, pero a nadie parecía importarle averiguarlo.
Mi autoestima mermó. Ya no quería ser deseada por mi mente, sino por mi cuerpo. Veía a las chicas que lucían unas piernas espectaculares en minifalda, y me odiaba por no poder hacer lo mismo. No me sentía cómoda en el rol de bomba sexual, pero parecía ser la única forma de atraer a los hombres.
Un día, me destapé. Me maquillé, me compré una minifalda y una blusa escotada. Y me sentí, por primera vez desde que era mujer -o desde que creía que lo era-, deseada. Los hombres me miraban. Sí, ninguno lo hacía a los ojos, pero me prestaban atención. Me querían. Me buscaban. Me hacían sentir una reina. O eso creía.
La historia siguió unos años. Años de pasar frío en la entrada de las discotecas, y un calor tibio en las camas de hotel. Años de historias infructuosas a las que temía con 13, años de buscar amor en hombres que no sabían cómo los miraba.
Y un día me di cuenta de algo tan simple como que podía ser linda e inteligente, y me podían admirar por ambas por igual. Que lo esencial es invisible a los ojos, como bien decía el Principito, pero que por algo tenemos dos, y es para mirar.
Y entonces, me quise. Con mi cadera ancha y mi pancita. Y me compré vestidos lindos y Converse de colores; pero también libros. Y hablé con pasión de maquillaje y de política. Y entonces, conquisté un montón de hombres que me admiraron como si fuese única en el mundo, cada uno a su manera, cada uno con su enseñanza. Y entonces, me quisieron.



lunes, 3 de agosto de 2015

Sobre bares

Él iba todos los viernes a ese bar, fruto la primera vez de la soledad y la casualidad; luego, del deseo de lo imposible.
No tenía nada de especial, más que ser un antro oscuro con el suficiente alcohol como para derribar a mil quinientos corazones rotos, aunque claro está, no lo consumía todo él. El rock and roll que quedaba de fondo a sus pensamientos le hacía bien cuando, solo en una esquina, entre la pared roja y la negra, empinaba el codo para beberse una cerveza helada.
El ritual era siempre el mismo desde hace un par de meses, por eso su lugar ya era suyo, ya nadie se atrevía a sentarse ahí. Sabía que poco después de finalizar una semana laboral más, podía arrinconarse y ahogarse en bebidas, y a veces, sus propios fluidos fruto de la borrachera.
En su segunda visita al bar, hastiado del mundo que no parecía tener lugar para él, la vio. No llegó en cámara lenta, ni el bar se abrió ante sus pies, pero era bella como nadie. De pronto, le pareció que todas las miradas se dirigían a ella: las mujeres con envidia, los hombres con deseo. No tardó en acercarse el primero, aunque su sonrisa cortés pero fría lo arrojó bien lejos de allí.
Lo que pasó de ahí en más, se veía venir: él siguió yendo los viernes, y ella también. No tenía ninguna esperanza en que el destino los juntara, porque ya no lo había hecho en ocasiones anteriores, con otras mujeres.
Sola, angelical, luminosa. Como un acto sagrado de fe, rechazaba hombres y despertaba odios femeninos. Y él solo se preguntaba qué hacía allí, sola en el medio de un bar tan sucio, entre el humo de tabaco y los borrachos babosos; entre la decadencia de los besos con gusto a whisky barato y la filosofía de bar, donde el pueblo es vencedor.
Bebió hasta que un día consideró que ella lo estaba mirando. Incluso, que los grandes colmillos puntiagudos que le daban una sonrisa tan particular se asomaban en una especie de medio sonrisa compasiva y amable. Sacudió su cabeza, sus sueños y delirios, y apuró la cerveza. Pagó la cuenta y se fue, más pronto de lo habitual, movido por el miedo a que, lo que venía anhelando durante varios viernes, se hiciera realidad.
Una semana después, ella ya no llegó con su aura cuasi mágica. Y él se quedó en su rincón, por siempre.

***

Le decían que era linda. Que podía tener el hombre que quisiera, y que no era necesario sufrir por amor. Pero ella, como siempre, había ido por el camino difícil.
Lo había conocido en el cumpleaños de un amigo de una amiga. Era el prototipo del hombre que todas deseaban, ese con un atractivo particular que mezclaba la belleza física con el carisma y el aire de Don Juan; ese que sabes que te va a lastimar pero te gusta igual.
Y lo hizo. Esa misma noche, ya se había ganado su sonrisa. Y luego, su cuerpo, su intimidad. Finalmente, corrompió su mente y su alma, y cuando consiguió el corazón, no se detuvo ni un segundo. A ella, que estaba cansada del sexo fácil, de que todos la buscaran, de nunca tener que pasar por la abstinencia de la pasión. A ella, que buscaba desesperadamente el amor, le hizo creer que lo había encontrado.
Fue a un bar, con los ojos aún rojos de llorar, dispuesta a comerse el mundo. Pero el alcohol no la dejó lo suficientemente noqueada como para olvidarse de él: esa noche se fue con el ego en alto por los piropos de borrachos que no le importaban en lo más mínimo pero el corazón aún sangrando; y el deseo de volver el siguiente fin de semana, aunque sin tener claro el porqué.
Y volvió, esta vez un poco más maquillada, creyendo que así tapaba también el corazón roto. Y bailó. Y rechazó a todos y cada uno de los hombres que se le acercaron. Y así, noche tras noche de viernes, cada vez con menos maquillaje en el corazón y más sonrisas certeras, aún rechazando toda proposición.
No sabía por qué, pero iba. Estaba esperando que algo sucediera en ese lugar. Un día, se vio mirando a un hombre solitario en un rincón. No sabía desde cuándo estaba ahí, no sabía si siempre había estado ahí. Invisible para el mundo, ahora para ella cobraba sentido. La miró, ella sonrío. Bajó la mirada a su cerveza, y al volver a él sus ojos ya no la buscaban. Buscó el contacto visual porque sabía que era importante, pero jamás tuvo el valor de acercarse a charlar con él.
Y él se fue, pocos minutos después de esa mirada fugaz. Y ella sintió que esa puerta cerrándose tras él la dejaba otra vez frente a los que miraban las curvas pero no sabían mirar el alma, perdiendo toda oportunidad del amor de verdad.

martes, 28 de julio de 2015

Enamorarse

Tal vez yo soy muy radical. Y después de dar muchas vueltas sobre si escribir o no, acepto los palos que vengan ante mi pensamiento: creo que el término "enamorarse" está sobrevalorado. Día a día, nos enamoramos: de cosas, de gente, de películas. Amamos todo, tal vez copiando al idioma anglosajón.
En un mundo que va rápido, las relaciones corren más. Parece que todo tiene que ir bien: la gente esconde las citas fallidas, las relaciones infructuosas, el fracaso amoroso. Si no te enamoras de la persona de turno, algo está mal en tu vida. 
Y entonces, el amor se banaliza. 

***

Entonces, un día estás tomándote un helado con ella, y todo va bien pero no te estás planteando mucho si la relación va en serio o no, si esto da para seguir, si vas a presentarla en la casa de tus padres. Y ella te planta un "te amo". Así, rotundo, dudoso pero seguro al mismo tiempo. No sabes qué hacer, y por los nervios contestas un tímido "yo también". Y entonces, inmediatamente, pasas a estar enamorado de alguien que no, que todo bien, pero no. 

***

A veces te entusiasmas. Salís con alguien una, dos, tres veces. Todo va bien. Estás contenta. Todo parece ir bien, y eso te alegra. Después de aquella decepción amorosa con aquel chico, todo parece volver al lugar que debe: encontraste el amor. 
Eso te decís. Eso le decís. Eso les decís. Hablas de él, de sus virtudes. No ves nada más que a él, a su idealidad, a todo lo que lo rodea en un halo de inexplicable perfección. Estás enamorada, te dicen todos. 
Y un día, te caes de la cama. 

***

Otras veces te enamoras porque la sociedad lo dice: porque si llevas más de X tiempo en una relación, para seguir tenés que estar enamorado; porque te trata bien y es buena persona, entonces tenés que estar enamorado; porque sino, ¿para qué salís con esa persona?
La lista de "tenés que" sigue ad infinitum

***

Enamorarte, de verdad, te enamoras una sola vez en la vida. Capaz que no funciona. Capaz que sí. Pero solo vas a dejar que una persona entre como un vendaval, rompa esquemas y muros, y te permita darle todo de vos, sin importar sus defectos, sin medir sus virtudes, sin pensar tanto. 
Solo una vez se te va a dar vuelta la vida parado frente a alguien. Solo una vez te va a temblar la comisura de los labios cuando esa persona te mire a los ojos, se te va a acelerar el corazón esperando en una esquina su llegada y vas a sonreír al pensar en cómo serán cuando estén jubilados, viejitos y desdentados. 
Capaz que no es el primero, ni el segundo, ni el tercero. Probablemente, esa vez llegue cuando haya paz en tu vida. Cuando no lo esperes. Cuando creas que ya no te vas a enamorar. Cuando no estés esperando enamorarte. Cuando estés enamorado de vos mismo, de tu vida, de tus planes y de todo, y no necesites estar enamorado del amor. 
Ahí te vas a enamorar de alguien. Y eso, solo pasa una vez.  

domingo, 26 de julio de 2015

A nadie le gustan las historias felices

Venimos al mundo creyendo que nuestra finalidad es ser felices. Nuestros padres, las películas de Disney y Coca-Cola nos lo metieron en la cabeza.
Y la felicidad puede tener muchas formas: para algunos, es encontrar el amor. Para otros, el éxito, el dinero, el suntuoso placer del lujo. Los más zen te dicen que la felicidad está en el camino, en las cosas pequeñas...
Felicidad puede haber mucha y de maneras muy diversas, y por ende, debería sobrar para que todos fuéramos, al menos, un poquito felices. Pero parece que en el mundo las cosas no funcionan así: la gente no quiere que le cuentes historias felices.
Es como si el hecho de que le dijeses a alguien de tu propia felicidad significara que le estás robando parte de la suya propia. Como un bien finito, que se extrae de las minas más recónditas del mundo, muy preciado y valioso por su difícil obtención y no por el bienestar que genera, contar que uno es feliz parece un pecado.

***

Reunión de amigos. Él, muy emocionado, decide contarles la novedad:
-¡Me voy a casar!
Silencio. Se miran. Lo felicitan, dudosos.
-¿Estás seguro de lo que vas a hacer?- dice uno.
-Sí, porque al principio todo es color de rosas, pero la convivencia mata la pasión...- añade otro.
-Pero yo estoy enamorado de Julia...- dice él, desconcertado.
-Sí, pero te casas. Ya no nos vamos a ver tanto, y al final, un día, no se van a bancar más y te vas a separar. Porque es así, el amor tiene una fecha de caducidad.

Ese día, él volvió a casa cabizbajo, convencido de su decisión pero infeliz con ella.

***

Y así, a nadie le gustan las historias felices. Esas queman: al ego, a la envidia, al fracaso. La felicidad ajena duele en lo más profundo de la maldad humana, porque ahí somos tan avaros que la queremos toda para nosotros.
Como si ser feliz fuera un tema de competencias. Y como si, en un mundo tan extenso como este, no hubiese suficientes oportunidades para que todos seamos felices. Al menos, durante los cinco minutos que dura una canción, las tres horas de reunión familia o la milésima de segundo en que miras por primera vez a los ojos al amor de tu vida.

jueves, 16 de julio de 2015

Gracias, Onetti

No habían discutido. Ninguno de los dos tenía la personalidad necesaria como para gritar de ira, de bronca, de enojo. Pero el silencio en la cama era más que suficiente para saber que las cosas no estaban bien. Sus piernas no estaban entrelazadas, ni sus manos tomadas. No se miraban.
Ninguno sabía muy bien lo que pasaba: ella estaba acostada sobre su espalda, él dormitaba. Afuera, el frío quemaba la piel, pero el hielo parecía haberse colado entre las sábanas.
Pensaba, y el corazón se le agitaba, dando golpes contra la caja torácica, quejándose. Se levantó. Buscó el consuelo en el agua caliente, y mientras las gotas caían sobre su cuerpo, los pensamientos no cesaron, sino más bien todo lo contrario: parecían retumbar sobre los azulejos del baño. La angustia se apoderó de ella, pero le era imposible llorar: ya había demasiada humedad en el ambiente como para sumarle un poco más. Se vistió apresuradamente y fue a la habitación predeterminada a ponerle punto final a algo que, desde hacía diez minutos, ella consideraba que jamás debía haber empezado. Pero lo encontró dormido y se tuvo que morder la lengua.
Eligió al azar de entre uno de los libros nuevos que se había comprado y se dispuso a leer, envuelta en una manta, en el sillón del living. "Los adioses" de Onetti. No pudo pasar de la primer página: la dedicatoria rezaba "A Idea Vilariño". Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Volvió hasta la habitación dónde él estaba acostado, en algo que le pareció una eternidad, deseando a cada paso que daba no acabar siendo un ser como Onetti. Recordó la historia de Idea y él: él casado, ella soltera. Ambos difíciles, con varias parejas, con las locuras propias de un escritor. Pero siempre volvían al punto de partida: en el momento más oscuro allí estaban, para aferrarse a ellos mismos, al sexo, al vino, al amor. Pero Onetti no se la jugó por Idea: siguió en la fácil, buscándola cuando la necesitaba, alejándola después; y finalmente, arrepentido en una cama de un hospital, por todo lo que no hizo.
Idas y venidas, arrepentimiento, dolor, daño. ¿Eso era amor? Puede que sí, pero no era el amor que ella elegía. Su amor tenía que ser más puro, sano, sin reproches ni rencores, sin tristeza. No había lugar para ser Onetti, no podía dejar que él se dejara pasar por arriba, no podía aprovecharse de su amor.
Se sentó al borde de la cama y lo miró dormir, con el alma agitada aún, pero con la convicción de que era el momento para comenzar a hacer las cosas bien. Él abrió los ojos.
-¿Hay lugar para mí en la cama?- le preguntó.
Él se apartó en silencio, se acomodaron entre las sábanas y se abrazaron sin mediar palabra. No hizo falta nada más para entenderse, para aceptarse y para amarse, si eso era posible, un poco más.

domingo, 12 de julio de 2015

Oda a las barbas

Otrora símbolo de barrios bajos, hoy son moda. Los revolucionaros, los hipster y los pichis comparten este rasgo común.
Mientras Jon Snow siga siendo el hombre por el que las mujeres se babean, otros cientos de miles que no tienen su sex appeal van a intentar llevarla. Hasta que un día, se ponga de moda un carilindo lampiño y los barbudos vuelvan a ser los sucios impresentables de siempre.
La barba es útil en muchos sentidos. En muchos casos, es el equivalente al maquillaje femenino: tapa las imperfecciones. Un poco de acné, un cambio a la forma del rostro, unos labios feos o una mandíbula pequeña pueden ser disimulados con la barba, pero hay que saber qué tipo funciona con cada problema: desde la barba candado hasta el estilo amish, la base de maquillaje o el smokey eyes masculino.
Pero más allá del sentido estético, las barbas son maravillosas: sirven para sacar tema de conversación, como elemento recordatorio del aroma de una mujer, para perder el tiempo -cuidándola, afeitándola suavemente, poniéndole aceites esenciales...-, como elemento de apoyo al pensador, y hasta como elemento decorativo donde poner flores.

***

Mi experiencia con las barbas

Nunca estuve con un hombre sin barba. Siento, de alguna forma extraña, que un hombre imberbe es un pre-púber, y yo una maldita pedófila. Y no, termino por declinar a la oferta. Más allá de mi problema mental, la barba tiene un sentido para las mujeres -al menos para las que, como yo, la amamos-.
Cuando la barba es espesa, es un lindo lugar para acariciar en días de estrés: hundir la mano en la barba ofrece al mismo tiempo calma para el que recibe el mimo como para la que mima. Además, detrás de una barba espesa siempre habrá un lugar dónde esconderse del mundo y llorar, dejando las gotitas enredadas.
Si termina por ser demasiado larga, un beso puede ser toda una odisea, donde los vellos se te meten en la nariz y en la boca. Pero cuando el beso es más abajo, esta aporta un toque particular al mundo de sensaciones.
La barba corta -esa cosa de la que ya ni me acuerdo- pincha un poco, ¡pero qué lindo es cuando, después de un chuponeo pasional, te termina picando todo el labio superior. En esos casos, es como una lija exfoliante, y encima viene de regalo con un pibe lindo. Sexo y piel linda en un combo especial.
Y si hace días que no se afeita y lo cazas mirando de reojo la cola de otra, le podés pegar un tironcito en la barba, que seguro nota quién manda en la relación.


miércoles, 8 de julio de 2015

Putas

Puta no es la que trabaja en la calle. Puta sos vos. 

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Sí, vos. Sos puta si un día saliste de minifalda, si te compraste lencería hot, si le chupaste la pija a algún tipo al menos una vez en tu vida. 

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¿Por qué sos puta? Por la doble moral. 
Esa de una sociedad hipersexuada, la de las modelos de Victoria's Secret tirando besos a la cámara y los anuncios de vaqueros que simulan una violación. 
Esa sociedad llena de hombres que quieren una mujer hermosa, sensual y sexual, que les cumpla todas las fantasías, que les sirva, que se entregue a todo lo que ellos quieren sin reproches, sin pedidos, sin peros. 

***

Si aceptas, sos puta. Nadie te lo va a decir a la cara, ¡qué coraje! Porque no, entre las sábanas está mal insultarte mientras cumplas con tu parte. 
Lo van a hacer después, con sus amigos, a escondidas, bien lejos. Les van a contar lo que hiciste como si fuera algo denigrante, como si ellos no hubiesen participado del ritual. Una mezcla de placer, orgullo y asco les va a llenar la boca de palabras de cuatro letras insultantes. 
Sí, pasaron bien. Sí, repetirían. Pero en el fondo, les das asco: saben que su semen no es el primero que tragas. Y eso les molesta en el orgullo. 

***

Ellos quieren una nena bien para casarse. No pueden llevarte a vos el domingo al mediodía a casa, porque seguro que su mamá -¡que bien santa es!- puede detectar el aroma a hembra bien cogida que tenés. 
Necesitan a la chica linda, tímida, medio bobalicona. Esa que no se entera, que no entiende, que no se da cuenta de que la estás jodiendo. A esa llevarán con orgullo al hogar, la presentarán a su familia en un té de sábado a la tarde en la casa de la tía Nilda, y la cornearán cinco o seis horas después con la primer puta que se crucen en el bar. 

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Si decís que no, sos puta.  
Sí, claro, ya lo hablamos: ellos buscan a la chica puritana. Pero esa ya la conocen, probablemente de la secundaria o la facultad, saben cómo es, le tienen echado el ojo y la galantean cortesmente. A ellas se les permite el no, el esperar, el estar preparada o el "hacer el amor" con la luz apagada y pocas ganas. 
Pero si te lo cruzas en un ambiente de alcohol, música alta y fiesta, el decir no te convierte en puta. Porque, en el ideario colectivo, si estás ahí es porque "estás necesitada". Y, por ende, no se puede decir no. Y no querés ser calificada de puta, ¿verdad?

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Hagas lo que hagas, vas a ser una puta. Así que, mi consejo es que te lo tomes con calma. 

domingo, 5 de julio de 2015

Cazados

Juan y Nuria se casaron por iglesia, pero eran tres. No es que la cosa se haya puesto muy liberal, solo que la familia de ella no aceptaba un bombo sin pasar por el altar.

***

Él le había dicho que la amaba solo a ella. Pero de noche, cuando deseaba dormirse abrazada a él, solo tenía una almohada como compañera, y él a su mujer.  
Se habían casado muy jóvenes, se habían puesto de novios con 16 años y la rutina y el cansancio habían apagado el amor. A ella la había conocido en el trabajo donde, en el estrés del día a día, estaba su sonrisa para calmarlo. Eso le contaba en las tardes de café previo al mensaje de rigor avisando que "había mucho trabajo" e iba a llegar tarde a casa.
Los días pasaban entre promesas de vacaciones juntos y de noches de mimos, pero el día nunca parecía llegar. "No encontré un lugar dónde mudarme solo", "el padre de ella está muy enfermo y no es el momento". Ella lo justificaba antes las pocas amigas que sabían que salía con un hombre casado, pero sobre todo, lo justificaba ante sí misma, su angustia y su consciencia. Mientras no llegara el momento, ella tenía sus besos furtivos y su promesa de amor verdadero, porque ella no era como la bruja de su mujer, que rezongaba por todo y nunca quería sexo.
Hasta que el día llegó: con lágrimas en los ojos, él le dijo que no la merecía y que se iba a quedar con su mujer. Y ella lloró y lloró, maldijo y lo odió. Muchos años después, se dio cuenta de la verdad: nunca había sido, ni siquiera, una segunda opción.

***
No llegues tarde a casa. No salgas con tus amigos. No te vistas así. No comas con la boca abierta. No dejes la cama destendida. No digas malas palabras adelante de tus hijos. No tomes otra cerveza. No escuches esa música. No mires esa tonta película de acción. No me digas que tu madre cocina mejor que yo. No mires otras mujeres. No me digas la verdad. No me mientas. No me beses. ¿Por qué no me besas? ¿Acaso ya no me amas?

Ella no era así cuando me casé.

***

Cuando llegaba a casa, aprontaba el mate y se servía tres galletas malteadas. Él ya estaba en su posición preferida: sentado en calzoncillos en el sofá.
No le preguntaba si quería mate, ni cómo le había ido en el trabajo. No le preguntaba nada. Veían el informativo en silencio, ella comentaba algún policial y él la mandaba a callar en los deportes.
Se levantaban, él hacia el baño (a cagar) y ella a la cocina (a cocinar). La cena transcurría con el sonido de la telenovela, y la cama era un lecho cuyo único amor era la gran pantalla, que unía y desunía a la pareja con su programación.

Lejos estaban los días de cine, helado en una noche de invierno o besos apasionados en el colchón. La convivencia los había matado.

martes, 30 de junio de 2015

Rock and roll

Todos los días, llegaba a su casa después de las 8 horas y ponía la misma canción en YouTube. Las guitarras eléctricas distorsionadas le hacían mover los pies mientras dejaba la compra en la heladera, y el gato ronroneaba al son de la voz cascada del cantante. Mientras cumplía con la tareas del hogar -cocinar, limpiar... ¡es difícil ser un hombre que vive solo!-, miraba de reojo los pelos largos y rebeldes, los riffs de guitarra que marcaban el ritmo y lo dejaban absorto.

***

Se despertaba, de lunes a viernes, a las 7.45. Entraba a la oficina a las 9, con la camisa bien planchada y los zapatos lustrados. Organizaba sus planillas de Excel, leía los correos electrónicos de los clientes y realizaba complicadas sumas con la calculadora. Almorzaba un churrasco con ensalada, a veces arroz, a veces fideos. El repertorio no era muy extenso porque su madre había considerado que no era necesario que aprendiese a cocinar, ya que esa era la tarea de la mujer que él nunca tuvo cuando, a los 28 años, decidió independizarse. Tenía media hora reglamentada por ley, pero como casi siempre los platos no eran un manjar de los dioses, engullía más para matar la necesidad básica de llenar el estómago que por placer. Además, no se llevaba bien -o ellos no se llevaban bien con él- con sus compañeros de trabajo, por lo que la soledad lo acompañaba en el rincón de ese comedor de manteles de hule y microondas con olor a pescado viejo.
Había decidido irse de su casa porque no tenía mucha personalidad: el padre le había dado todos los gustos malos, esos que solo se compran con dinero fruto de no estar nunca en casa. La madre, por el contrario, le había dado todos los gustos buenos en exceso, de forma que terminaron siendo malos. Y así, con una carrera exitosa y llena de doces pero pocos amigos, y fiestas, y borracheras, y sexo; con 28 años era un hombres con un sueldo mucho más elevado que la mayoría de los de su edad. Independizarse era una forma de cortar el núcleo materno que lo asfixiaba, y tal vez de empezar a vivir.

***

Pero no todo había sido tan fácil. Mientras el resto de las personas de su edad sufrían por pagar el alquiler o llegar a fin de mes, él no tenía esa clase de problemas, pero tenía otros, como la incapacidad de hacer amigos. Desde niño le pasaba: su timidez lo abrumaba, y quedaba ahí callado, quieto en un rincón mientras la niña de ojos grandes le sonreía y le preguntaba si quería jugar a la escondida con ella. Los niños de su edad eran crueles, le tiraban de las trenzas a las chicas y jugaban a pegarse para ver quién era más fuerte. Él no era fuerte, ni tampoco bueno con las chicas, y su papel en la escuela era similar al de una planta.
En el liceo, la cosa empeoró. Las chicas dejaron de ser chicas y empezaron a tener tetas, y su cabeza de abajo notó el cambio grato de la compañerita de ojos grandes, y quería jugar a la escondida con ella, pero de una forma diferente. Pero no. Ella ya no se lo preguntaba a él, el gordito fofo, sino a aquel otro, el alto, el carismático, el rebelde. La hombría ahora se demostraba fumando cigarrillos, algún porro y tomando mucha cerveza. Y las mujeres siempre miraban al macho alfa, y no a él, que escribía poemas horrorosos de amor hacia las tetas de la mujercita de ojos grandes, deseando descubrir la maravilla de insertar el pene en su vagina. Pensaba y pensaba de noche, y sus fluidos corporales quedaban impregnados en los calzoncillos que con tanto amor le lavaba su madre. Y se maldecía por ser el buenazo que las iba a tratar bien; pero ellas seguían prefiriendo en sus vaginas el pene del malote que las iba a desvirgar y luego dejar llorando con sus amigas, embuchadas de Coca Cola light y alfajores.

***

Cuando entró en la facultad, las cosas no cambiaron mucho. Tal vez, fueron a peor -sí, aún más-, porque ya no había una compañerita de ojos grandes y tetas lindas; sino muchas: cientos. Y él seguía siendo el mismo boludo de siempre, ese que escuhaba las guitarras distorsionadas de un rock and roll.
Su tío, que era bastante crá, le había dicho que los guitarristas se cogían a todas las minitas solo por ser guitarristas. Se ofrecía a regalarle la guitarra, las clases y el éxito de su vida emocional, de su virginidad llena de pajas tristes.
Pero el solo hecho de pensar en subirse a un escenario le daba escalofríos, y aparte había que conseguir al resto de los integrantes del grupo -algo difícil para un asocial-, y ser buenos en eso, y conseguir que vayan minitas al boliche de turno donde toquen para poder cogérselas como buen guitarrista de rock... y no, no era posible el camino a esa opción.

***

Se había mudado solo. Se levantaba, desayunaba, trabajaba, volvía a las tareas del hogar. A veces, se sentaba en la Rambla a mirar el mar, los domingos de tarde luego del almuerzo familiar de rigor. No tomaba mate.
Solo el sonido de las guitarras tocando un buen rock and roll cambiaban algo de su vida. Entonces, la música que salía de los parlantes de su computadora lo hipnotizaban, y se sentaba a ver los dedos que acariciaban las cuerdas con pasión, como si cada una de esas cuerdas fuera un trozo de piel de mujer, como si cada uno de esos rockstar estuviesen cogiendo, cogiendo a la música con furia, con rebeldía. Él quería estar ahí, afuera del molde que le había construido la vida, con los pantalones de cuero y las chicas tirándole sostenes. Pero le daba miedo comprarse la guitarra, y probablemente, seguiría viviendo sin rock and roll.

viernes, 26 de junio de 2015

Drogas

Estaba arrodillada frente al water y a los lejos escuchaba tu voz. Quería levantarme y verte, pero lo único que conseguía con cada movimiento era vomitar un poco más de mi estómago hecho trizas.
Me dormía abrazada a la loza, pero alguna risa fuerte me despertaba. Desde la puerta veía la luz de colores cambiantes y quería acercarme a ella, pero la botella casi completa de vodka que corría por mi sangre no me lo permitía. 
Esa noche me iba a quedar en casa: era la primera vez que salías en la televisión y te hacía mucha ilusión que te viera. Me lo habías pedido expresamente, pero un mensaje tardío con una invitación me hizo dudar de los planes. "Vuelvo temprano y veo gran parte del programa" me dije a mí misma.  Y lo cumplí. En parte. 
Había bebido en dos horas lo que normalmente bebía en seis o siete. Una botella de vodka no era mucho para mí, pero las prisas me habían jugado una mala pasada. Le había dado, además, un par de caladas a un porro. Tal vez más. 
No recuerdo cómo llegué a casa, pero sí la alegría que tenías el día después al preguntarme qué me había parecido. Y la vergüenza que sentía cuando me cuestionabas por las diferentes entrevistas y yo no sabía cómo decirte que no había visto nada, que había amanecido tirada en el suelo del baño y con resaca.
Había querido escapar. Tenía una buena excusa para hacerlo: no quería fallarte en un día tan importante, y lo hice. Me ganó la invitación de la botella, del hielo en el vaso, del alcohol que quema la garganta y los problemas. Todo eso le ganó al amor hasta que fue muy tarde, y te imaginé frente a los focos y yo no estaba ahí, del otro lado, mirándote. Corrí, pero ya era demasiado tarde porque ya estaba borracha y no pude remediarlo: tan sólo una imagen fugaz antes de salir hacia el baño para no volver. Toda la noche, tu imagen y tu voz inundaron el comedor de mi casa, pero yo no te pude ver. El alcohol era un velo que me alejaba de todo y de todos, en el frío de las cerámicas del suelo de un baño, y en el calor del sol que me quemaba en esa plaza donde me preguntaste con orgullo si te había visto.
"Te vi un buen rato, pero después me dormí".

martes, 23 de junio de 2015

Sexo

Un beso. Y dos y tres y cinco. Una sonrisa con los ojos entrecerrados. Una mano que rodea la cintura y apreta mi cuerpo curvo y suave contra el suyo, firme.
Más besos. Manos que se apoyan en la mejilla, en el cabello, en el hombro. Se deslizan hasta la cadera, vuelven a subir, ven un botón. Desabrochado uno, dos, tres... La camisa abierta, el tejido de encaje negro deja entrever sensualidad. La mirada baja, la mano recorre, sujeta con firmeza, pellizca.
Ropa cae. Uno, dos, tres, cuatro. Se trancan los zapatos, las miradas. Las manos se desesperan. Cinco, seis, siete. La cama.
Las bocas se buscan, eligen el cuello, las mejillas, la frente, la nariz y de nuevo los labios. Las respiración se entre corta y bajo a recorrer con besos: el pecho, los brazos, la panza. La mano firme vuelve a jugar con mi pelo, lo sujeta, lo enreda, lo saca de mi rostro para verme mejor. Beso y beso, y la mano dirige mis besos. Subo y vuelvo: el cuello, las mejillas, los labios...
Miradas fijas. Manos que se buscan, se entrelazan, buscan piel, proximidad. Un dedo recorre una boca, una lengua. Todo es tan opuesto, y su oposición se mete en mí. Y cierra los ojos, se muerde los labios. La mano firme ya no toca, agarra: quiere todo al mismo tiempo. Y me mira, directo a los ojos. Y solo puedo pensar en la mano en la cadera, y en la firme convicción de que necesito estar más cerca de su cuerpo, aunque eso ya parezca imposible.
Me recuesto sobre su pecho. Tiemblo. Tiembla. Movimientos exactos, certeros, conocidos. Vacío, negro, nada.
Abro los ojos. Está ahí.

sábado, 20 de junio de 2015

¡Auxilio!

¡Cómo cuesta pedir ayuda! Es una simple palabrita -el idioma la hizo corta, encima-, pero se te queda enredada entre las cuerdas vocales, entre las papilas gustativas, meditándose entre las caries de las muelas del juicio, si es que las tenés.
Pedir ayuda es una tarea titánica, al menos para mí, que tengo el ego lo suficientemente grande como para creer que puedo con todo; y la empatía suficiente como para no querer joder a nadie con mis problemas, porque siempre pienso "seguro que tiene los suyos propios". Tanto me cuesta, que a veces rechazo la mano extendida, esa mano que ya vio de antemano lo que necesitaba sin que yo lo pidiese. Ni así, che...
Creo que lo mío es un problema, porque a veces genera una barrera entre mí misma, mi problema en concreto y los demás: esos entes diferentes a mí -aunque de la misma especie- que, por alguna extraña razón, me quieren. Entonces, las cosas se ponen jodidas: a nadie le gusta ser rechazado, y muchos menos cuando está ofreciendo ayuda.
Pero dejémonos de diatribas innecesarias: creo que toda la sociedad tiene miedo de pedir ayuda. El individualismo por el que tanto abogamos nos fue matando, dejando atrás el instinto de cooperación que todas las especies vivas tienen: hasta las abejas ayudan a las flores, y viceversa. Como sociedad desviada que somos, construimos un sistema en el que vale el "solo importo yo", y por ende también construimos vínculos egoístas en los que la ayuda no es una opción. Entonces ahí vamos: clamando por lo bonito que es poder hacer lo que se me antoja y que se me respete como individuo (que no digo que no sea importante), y quedándonos cada vez más solos.
En esa dinámica de conseguir los objetivos propios, de crecer uno, de ganar, en esa historia del goleador que ya no pasa la pelota porque es la estrella, ¿quién carajo va a pedir una mano? No muchos están dispuestos a sacar algo de su tiempo para dárselo a otro, y menos si eso significa que a la otra persona le va a ir mejor. Entonces, ¿para qué pedir ayuda?
Nos hemos acostumbrado a ser una sociedad plana, vacía; de vínculos chatos, porque no se puede pedir que algo funcione si no damos espacio a las cosas realmente importantes, y una de las más importantes es pedir ayuda.
Cuando uno pide ayuda, se libera. No solo es la cuestión de si el otro soluciona o no el problema; a veces, es la descarga emocional de comentarlo, esa sensación de liberación que te infunde fuerzas para enfrentarte a lo que venga. Pero además, uno pierde otra cosa más: el ego. Cuando decimos "¡auxilio!" le estamos diciendo al otro que lo necesitamos -ergo, nuestro orgullo debe desaparecer-; pero también que confiamos en esa persona -tenemos que demostrar sentimientos también, algo a lo que poco estamos acostumbrados...-.
Por eso, pedir ayuda, cuesta, tranca, es difícil. Pero, ¡qué bien iría el mundo si todos aprendiéramos a decir más seguido "no puedo", "no sé", "ayudame"!

miércoles, 3 de junio de 2015

Carta a mi abuelo

Te fuiste demasiado pronto. Y te lo digo así porque sos la persona que más extraño en este mundo -y te lo cuento a riesgo de que lo lea mamá y se ofenda porque no la extraño más a ella, de la que estoy tan solo a un avión de distancia-. Pero vos me haces falta de formas diferentes; porque pienso que ahora en vez de pelearte y decirte que soy de Peñarol por llevarte la contraria, me sentaría contigo a ver el partido de Nacional por la tele y escucharlo por la radio al mismo tiempo.
Al final, no fui doctora; pero supongo que si hubieses estado acá el día de mi recibimiento, hubieses aplaudido igual -palmas lentas y sonoras al son de un potente "¡BRAVO! ¡BRAVO!"- a como lo hacías cuando me subía arriba de algún escenario a bailar flamenco. En ese entonces seguro que me daba vergüenza, pero no sabes lo que daría yo por esos aplausos hoy. Porque te imagino leyendo lo que escribo y llenándote de orgullo. Las matemáticas no son lo mío, por mucho que lo hayas intentado.
Extraño todos tus raros rituales, como comerte una caja de Garotos después de almorzar, o los caramelos masticables de Toffee. Un día, un amigo me ofreció uno y me puse a llorar. A partir de ahí, cada vez que me veía triste me traía un par porque sabían que era la mejor forma de animarme. Y aunque no soy católica, uso la medalla de Nuestra Señora de la Misericordia que me hace acordar a vos en cada momento difícil de mi vida. Me acompañó en todos los exámenes como una suerte de talismán protector.
Extraño que me cocines panchos. Un día me descubrí diciendo por enésima vez que "no me gustan los panchos, pero si hay eso para comer los como". Y me di cuenta que el problema no son los panchos, sino tu ausencia. Porque vos tostabas el pan, ponías el agua en esa cocina antigua y les ponías bastante mostaza, o los envolvías en jamón y queso. El ritual yo lo veía sentada en un banquito próximo, expectante, y todo me parecía una maravilla. Eran los panchos más ricos del mundo, porque estaban hechos con mucho amor de abuelo. Y no voy a encontrar nunca unos así -ni La Pasiva los puede patentar-.
Después nos íbamos hasta el Montevideo Shopping, me llevabas a Zara y me explicabas sobre el corte de los trajes. Y nos quedábamos los dos mirando todo con las manos detrás de la espalda, en ese gesto tan Vázquez que compartimos.
Gracias por dormir en el sillón para que yo pudiera hacerlo en tu cama. Gracias por jugar a las Barbies conmigo, e inflarme la piscina en verano a pleno pulmón. Lamento no haberte dicho más veces que te quería y que estaba agradecida con vos, con el hecho de que te sentaras a ver películas de Disney conmigo. Gracias por hacerme sentir especial entre el resto del mundo; lamento haber ido a tu velorio, pero comprendeme: era muy chica y no tenía las ideas claras, todavía no consideraba que la muerte es tan solo un paso más de la vida. Lamento no haberte tirado todas las cajas de cigarros; porque si estuvieras acá darías una luz tremenda, vos y tus risas, tu humor raro y tu enorme bondad.

Espero que ahora, en donde sea que estés, te hayas vuelto a encontrar con el amor de tu vida. Nos veremos en algún día.

Lu

PD: Las leyendas de la familia dicen que consideraste una buena opción ponerme María José. Esa sí que no te la perdono.

domingo, 31 de mayo de 2015

Un día te salvé de dragones

Un día te salvé de dragones, y eso que no estaban en mi cama. 
Te salvé en una suerte de rocambolesco affaire entre la literatura clásica y el cine de ciencia ficción; con trenes que se estrellan en la estación y besos de película. 
Te salvé de ese dragón negro, grande y feo. En mi cabeza, me arriesgué por vos, te puse por delante porque me importás. Yo fui la superheroína de un cuento con final feliz, porque últimamente las historias románticas no me venían saliendo muy bien. 
Te salvé de ese dragón que echaba fuego por la boca y representaba todos mis miedos, todas mi inseguridades, todas mis angustias. Te salvé del pasado, de la locura, de lo que otros hicieron, de la historia de mi familia, de mi personalidad cruel e inventada que hablaba para herir y no se correspondía con la realidad.   
Un día, en mis sueños, te salvé de dragones que te tenían preso, cautivo. No podías escapar de ellos, porque también eran tus miedos y tus dudas. 
Un día, con los ojos bien cerrados, mi imaginación convirtió todo en dragones. Con valentía me enfrenté a ellos para que, al despertar, no se vinieran con nosotros a la realidad. 

jueves, 28 de mayo de 2015

Violencia es...

Tenía quince años, y un novio al que consideraba el amor de mi vida. Él era todo para mí, que fui criada en un ideario romántico en el que el amor ocupaba las 24 horas de mi día: era ese salvador que venía a completarnos, a llenarnos, a invadirnos...
Con esa edad, las cosas no eran muy serias. Sin embargo, yo fantaseaba con matrimonio y nombres para mis hijos, mientras él apenas tenía tiempo para dedicarme, entre el fútbol y las salidas con amigos
¡Era tan protector! Decía que yo era muy bonita, y que por eso no podía salir sin él... ¡había tanto degenerado en la calle! Además, siempre me hacía saber cuando estaba haciendo algo mal, eso me ayudaba a saber muy bien mis limitaciones y hacer todo lo posible para mejorarlas: él se merecía todo, y yo no siempre podía dárselo. A cambio, me cuidaba de todos aquellos que me quería dañar, alejándome de toda esa gente que yo, tonta, no supe ver que eran malos para mí. Me sentía una reina con él, ya que me demostraba todo su amor en esos pequeños actos. 

Un día fui con mis amigas al cine. Al salir, como aún era temprano decidimos tomar un helado y comentar emocionadas cada detalle de la película entre risas. El sonido de un celular silenció las carcajadas adolescentes.
-Recién salí del cine... Sí, estoy con ellas... ¡Pero me dijiste que no querías que te acompañara a ese cumpleaños porque no conocía a casi nadie!... Estoy tomando un helado... No, no voy a ir... No... Bueno, está bien, en media hora estoy ahí.
Recuerdo las miradas de mis amigas. Las risas se habían borrado, y parecían haber envejecido cien años. Les expliqué la situación, que me iba, de noche, sola, a Ciudad Vieja, a una casona semi abandonada, a una fiesta, con él. Me contestaron con monosílabos, sin saber cómo hacer frente a algo que claramente consideraban que estaba mal, y me subí al primer taxi que encontré.
El taxista era amable. Hablamos de todo un poco, pero no estaba muy convencido de mi destino. "¿Es acá?", me preguntó mirando la casa. "¿No te estaba esperando tu novio, nena? Acá no hay nadie. ¿Tenés celular? Escribile a ver si nos confundimos", me repetía con aire paternal.
-No, tranquilo. Debe estar adentro- le dije, pero no terminaba de estar convencida de la situación. Le pagué, le agradecí y fui corriendo hasta el portal. Me recibió con un vaso de whisky en una mano, y otro de algo incierto en la otra. "Es para vos". Probé, estaba cargado de alcohol. Él encendió un cigarro. Saludé al que celebraba el cumpleaños y a los pocos que conocía. Me sentía fuera de lugar, y podía notar las miradas puestas sobre mí. 
Las paredes de la casa estaban pintadas de rojo. No había muebles más allá de una mesa, una barra y unos sillones roídos; y el suelo de parqué estaba deslucido. Había un montón de gente borracha, la música muy alta y las paredes descascaradas. Algunos rincones oscuros se prestaban para que las parejas mantuvieras relaciones sexuales. Estaba horrorizada, pero mi príncipe estaba ahí y había valido la pena todo. 
Me agarró de la mano y me llevó a un entrepiso que más bien parecía un pasillo con un sillón. No había luz, por lo que estábamos en penumbras. Yo quería hablar. Él solo me besaba: la boca, el cuello, el pecho. Sin saber cómo, estaba sobre mí, besándome y desabrochando los botones de mi camisa.
-Acá no- balbuceé. Fue difícil convencerlo, pero logré que parara y bajamos a bailar.
Pero otra vez me vi envuelta en el aliento a whisky y cigarros, con los pantalones bajados, contra la pared de un baño sucio sin pestillo en la puerta, con olor a orina, con un espejo roto, con él agarrándome de las manos y penetrándome una y otra vez en un acto mecánico, sin pasión, mucho menos con amor. La puerta se abrió, nos pidieron disculpas. Yo no quería zafar de esa, ni siquiera oponía resistencia a sus manos en mis muñecas, y sentí el semen caliente chorreando por mis piernas. Me encerré en el cubículo del baño a higienizarme mientras las lágrimas caían sin cesar. Estaba cansada, sucia, dolida en cuerpo y en alma. 
No era una violación porque yo había accedido. Él me gustaba. Yo, de alguna forma loca y retorcida, en mi mente adolescente sin autoestima y con el vértigo de las cosas que pasan muy deprisa, creía que era lo mejor para mí. Pero no. 
Meses después me dejó por otra, con el corazón destruido en mil pequeños pedazos que por mucho tiempo creí irreparables. Yo no estaba convencida aún, pero me estaba haciendo un favor. 


***

Violencia no es solo que te peguen. Violencia es que te hablen mal, que te celen enfermizamente, que te alejen de tu entorno, que no te valoren, que te menosprecien y humillen, que te obliguen a hacer cosas que vos no querés (tener relaciones, ir a un determinado lugar...), que te lastimen día a día. Violencia no es amor. Amor es paz, es compañía, es mimos, es cuidar y respeta, es confiar. 

Si te sentís violentado, pedí ayuda. Alejate, corré. Confiá en quienes sí lo merecen. Avisá. 

lunes, 25 de mayo de 2015

Costumbres de frío

Despertarse y asomar la nariz al mundo helado. Remolonear un buen rato, negando la realidad.

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El vidrio de ese ómnibus atestado de gente a las ocho de la mañana, empañado. El cielo gris. El calor del gorro de lana, las manos con guantes negros con los dedos cortados para tener manualidad al manejar las monedas para el boleto.

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Sentarse en la silla de la computadora, con un libro en mano. Los pies sobre la estufa a gas, a riesgo de que el olor a ropa quemada atraiga a tu madre al grito de "te va a hervir la sangre".

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La estufa leña los viernes de noche en Salinas. Milanesas con papas fritas con papá. O pizza de Tienda Inglesa. Películas alquiladas, Super Mario en la Nintendo. El fuego que me da temor y al mismo tiempo calienta la casa, helada por la humedad del invierno en el interior.

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Esperar el tren para ir a la facultad en una estación casi desolada en la que aún no terminó de amanecer. El cielo está de muchos colores, y el frío seco de esa zona de España hace que los labios se te cuarteen y la piel de las manos se resquebraje y sangre.

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Las noches de fiesta, de alcohol, de vestido corto que buscaba conseguir unos ojos que lo miren. Noches de juventud, dónde buscaba sexo y libertad en la aceptación de los otros. Las piernas congeladas, los pies casi muertos. La espera larga hasta la hora de entrar en la discoteca.

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Ir a la Rambla un sábado de tarde. Atarse el pelo para no terminar con la mitad en la boca por el viento. Caminar. Reírse. Pasar frío. Volver a casa para merendar bizcochos con una cocoa.

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Tomar té. El ritual. Calentar el agua, pero que no hierva porque sino quema el té. Preparar la taza, el filtro. Colocar una cucharadita de té negro, o verde, con frutas o flores. Verter el agua suavemente, y apreciar el vapor que viene cargado de aromas. Esperar dos o tres minutos mientras el agua adquiere color, y tenemos que sacar el filtro y disfrutar, con las manos sobre la taza caliente.

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Ducharse con el agua como para pelar chanchos. Ponerse el pijama rosa de Mafalda, las pantuflas y correr hasta la cama. Abrigarse bajo el acolchado de plumas violeta, besarse, mimarse, tocarse. Tocar la panza con las manos frías. Juntar nariz con nariz y mirarse con los ojos bien abiertos en el escondite debajo del edredón. Enredarse de muchas formas, acariciarse mutuamente el pelo y finalmente cerrar los ojos en alguna posición extraña.

***

Las tormentas que te calan los huesos. No importa qué tan abrigado estés, ellas van a volarte el paraguas, la melena y las ideas. Te van a mojar los pies y los conceptos. Vas a llegar a casa con las emociones revueltas.

miércoles, 20 de mayo de 2015

La marketinización del sexo

Hace un tiempo, alguien me habló de Tinder. No iba a ser la primera ni la última red social/página web/loquesea para conseguir pareja que existiera en el mundo. De hecho, era bastante más puntual, porque Tinder es una app para tener sexo casual. Nada de amor aquí, muchachos, que hay necesidades básicas que cubrir. Nada de citas. No queremos ir hacia el altar.
Aceptado ese punto, me empecé a preguntar por qué la gente se había vuelto tan loca con Tinder. Incluso mucha gente me recomendó que lo usase aún teniendo pareja "porque es divertido". Entonces, me dediqué a investigar cómo funcionaba dicha aplicación, y me di cuenta cuál era el punto atrayente más allá de conseguir sexo: la marketinización del sexo.
¿Qué es eso? No me vengo a hacer la puritana, pero el sexo como lo vemos hoy en día está sobrevalorado. En un mundo en el que vivimos bombardeados por imágenes, jingles y ventanas en pop-up que nos quieren vender cosas -y un estilo de vida determinado-, el sexo vende.
Entonces, una publicidad de perfumes tiene una mujer sensual semidesnuda, con el cabello mojado y los labios carnosos. Una tienda de electrónica se vende con dos mujeres con escote y minifalda roja, realmente atractivas. Marcas de ropa como American Apparel te muestran sus prendas con modelos en poses sexuales y muy provocativas, comiendo lascivamente un caramelo. Todas las películas y series tienen al menos un desnudo frontal y una escena subida de tono, y personas que hacía años que no leían se ven cautivadas por un libro de (dudoso) carácter erótico.
Nos venden sexo. El sexo es importante en tu vida. Si no tenés una vida sexual activa, variada, llena de experiencias y personas diferentes, no sos nadie. La gente popular pierde la virginidad muy joven. La gente popular no es monógama. La gente popular hace tríos, orgías, tiene sexo anal y va al sex shop una vez al mes mínimo. La gente popular no sufre de sequía sexual, de problemas de erección ni tampoco tiene días en que el cansancio de la rutina le gana al deseo.
El sexo es un modo de vida. Y sos menos si no entras en ese juego. Por eso, puede que haya gente que le parezca raro que alguien prefiera la monogamia -ni que hablar del celibato-; o, como yo, no quiera usar Tinder. Porque sí, el sexo es físico: la atracción es visual principalmente, y si lo que las retinas ven no agrada, difícil que conozcas mi cama.
Pero Tinder -como casi todo lo demás en este tema- es terrible. Solo podés evaluar si querés acostarte con alguien por una foto. Atracción pura y dura: los lindos ganan, y los feos seguimos guardados en el cajón, con el carisma cayéndose a pedazos. En la marketinización del sexo vale el "cuantos más, mejor", y por ende la competencia es mayor. Y como ya sabemos gracias al capitalismo, la competencia nos pide un mayor nivel de exigencia, en el que el propio marketing también nos tiene todo planeado: cremas para las arrugas, las estrías y la celulitis; gimnasios y ejercicios cuasi infinitos; maquillaje y ropa a la moda -cada vez más rápida-...
Y al final, en esta vorágine sexual de nuestra vida, en la que nos gustamos por una foto porque nos falta autoestima y nos sobra tecnología, nos olvidamos del punto más importante del sexo. La mente, señores. El sexo se genera en la mente, y no en las tetas grandes o los abdominales marcados. En la persona que te pueda generar un montón de cosas solo con decirte algo. En el arte de la seducción, en la capacidad de tener una conversación interesante, en el erotismo y no en la pornografía; en el hermoso vínculo que se logra generar emocionalmente de algo tan físico. La marketinización del sexo toma como única verdad el cuerpo firme y la carne turgente, alienando nuestra sexualidad, eliminando toda posibilidad de gozo real y absoluto, para que cada vez necesitemos más. Este es el consumismo del sexo, la necesidad del sexo por pertenecer.

No tengo Tinder porque no le puedo ver la mente a nadie, y con una foto de una cara bonita no me alcanza.

viernes, 1 de mayo de 2015

Relatividad

La relatividad del tiempo es un concepto maravilloso. Hay momentos en que la vida parece pasar muy muy despacio, y los frames de cada imagen que llega a nuestra retina parece casi que congelada. No quiero usar este tópico, pero allá va: las manecillas del reloj permanecen en el mismo lugar. Sin embargo, hay etapas en las que pulsamos el botón de Fast Forward y la vida corre rápido: hay muchos sucesos, uno tras otro, que no te dejan tiempo a respirar, a pensar ni a sentir.
En un principio creía que el tiempo malo es el que pasa lentamente, como una epifanía dolorosa y karmática. Luego, me di cuenta que podemos ser felices en un reloj parado o infelices en una vorágine.
El tiempo es relativo, sí, señor. Y más si miramos al pasado. Hay momentos que parecen durar siglos aún teniendo de ellos pocos recuerdos, y tiempos fugaces, concentrados. La vida es desigual en nuestro tiempo, con años que duran 732 días y otros que apenas llegan a 50. El tiempo biológico se podrá medir en vueltas de la Tierra al sol; pero el emocional es personal, único e intransferible.

***

Yo tenía el tiempo lento. Hacía unos meses que la vida se había calmado: en ella no había emociones ni ilusiones. Solo simple rutina. La vida pasaba entre obligaciones y libros, clases y risas con amigos. Simpleza positiva en una vida llena de tormentas, pero poco acostumbrada a la calma casi rural de la vida acomodándose en un sitio pacíficamente.
Pero ese sábado comenzó a agitarse. El tiempo seguía corriendo lento, descolorido; pero mi mente tal vez percibía que todo podía llegar a cambiar. Ella, siempre jugando juegos funestos, me ocultó el nerviosismo en el candor de las cosas: una buena comida, una conversación por teléfono, una siesta. Me desperté casi sobresaltada por la hora, y apenas me dio tiempo a cepillarme los dientes: había prometido puntualidad, ya habría tiempo para otro caos.
Fueron dos horas verdes. Dos largas horas que parecían no pasar más, mientras él hablaba de música y yo callaba. Supe que él necesitaba hablar, y dejé simplemente que mis ojos observaran los árboles y su perfil, la campera de cuero y el viento que me daba frío y arremolinaba las hojas y flores primaverales. Ya me tocaría a mí, y él sabría cumplir, sin dudarlo ni un segundo, su papel de oyente. Sonreí tímidamente a sus pocas miradas, me decepcioné ante ese beso que no venía. Y tuve más frío.
Todo había sido lento, pausado. Pero se convirtió en inconmensurablemente eterno ya en el final del recorrido, junto al muro de mi casa. No hubo siquiera movimiento: fueron fotos. Fotos de dudas, de miedos, de inseguridades, de vergüenza.
La fotografía final aceleró el tiempo.

viernes, 24 de abril de 2015

Etapas

La vida está compuesta de etapas. Los amantes de lo racional y del querer tener todo bajo control -por algo mi madre me llama "la mujer de las listas", y por algo existe Excel- queremos también, de formas más o menos consciente, ordenar la vida.
Estoy en un error, lo sé. Nadie puede ordenar el caos, porque la naturaleza misma es un sistema perfectamente ordenado en su desorden, y el equilibrio se consigue mediante esa anarquía vital de todos los sistemas, en los que un pequeño cambio puede alterar las cosas, aunque sea para bien.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar en las etapas: si el cuerpo, que es naturaleza, tiene etapas, ¿por qué la mente, el espíritu, no habría de tenerlas? Nacemos, crecemos, jugamos, tenemos la edad del pavo y maduramos a medida que se nos va el acné adolescente, seguimos caminando y nuestro cuerpo se va cansando de a poquito, hasta que en un momento no existimos más. Nuestra parte intangible también, quiero creer, atraviesa por esas etapas.
La vida tiene etapas, y nadie lo puede negar. De algunas no nos acordamos, como la primera palabra o cuando aprendimos a caminar; aunque fueron pasos grandes, lo hicimos casi que desde la inconsciencia. Pero si rebuscamos en nuestra memoria, todos encontramos esas etapas típicas: terminar la primaria, el primer amor, el primer día de tu primer trabajo. Hitos históricos de nuestra vida, puntos clave que marcarían un antes y un después, y que aparecerían como capítulos importantes de nuestras biografías no autorizadas.
Eso son etapas: lugares, hechos y personas que te transforman y hacen que, el día que mires atrás, te des cuenta de que algo cambió y no sepas muy bien cuándo ni cómo, ya que probablemente no seas plenamente consciente -como al dar tus primeros pasos- de lo importante que haya sido el rendir ese examen que tan nervioso te ponía, aprender un idioma nuevo que luego te abriría muchas puertas o declarar tu amor por alguien.
La vida es una sucesión de etapas que comienzan y otras que acaban. La gente le tiene miedo a los finales, a los cierres: siempre dije que hay que seguir, caminar, mirar adelante. Si una etapa se cerró, que no sea más que un recuerdo en la memoria y la posibilidad de empezar de nuevo, con otras ideas y proyectos, con personas que signifiquen algo, dando la posibilidad de que, el día que cerremos la etapa final de nuestra vida terrenal, todas esas pequeñas etapas nos hayan demostrado que vivimos.
La vida es anarquía. Las etapas no tienen momentos fijos, no son iguales para todos, no duran lo mismo ni se presentan de la misma manera. Ese falso orden de etapa tras etapa no es más que caos, ya que cuando rebusquemos en nuestra mente, solo veremos memorias.

domingo, 19 de abril de 2015

Manual para amar

Paso 1: Encuentre a una persona. Puede ser en la calle, a través de un amigo, en el supermercado o una red social. Cualquier persona es válida, si sigue el resto de pasos.
Paso 2: Pase tiempo con ella. Descúbrala. Considérela como un ser humano valedero de su amor.
Paso 3: Escúchela. Aprenda más de ella.
Paso 4: Tímidamente, abrace, mime y de palabras de cariño a esa persona.
Paso 5: Gane su confianza. Abra su corazón. De a conocerse.
Paso 6: Considere si todo este tiempo compartido genera una sensación en usted. Si esa sensación se asemeja a la mezcla de nerviosismo y felicidad, puede considerar adecuado seguir al siguiente paso.
Paso 7: Mire a esa persona a los ojos. Considere si está dispuesto a amarla por lo que es. No se engañe, no piense en cambiarla, no siga si no está dispuesto a aceptar algo.
Paso 8: Entregue su corazón. Puede hacerlo con palabras, siempre es bonito recibir una declaración en forma de carta o una caja de bombones. Pero hágalo sobre todo con sus actos: de los buenos días a esa persona, deje que llene su hombro de lágrimas si lo necesita y tápele la espalda mientras duerme.
Paso 9: Construya lo que sigue como prefieran ambos. Le recomendamos que no falte nunca confianza, cariño, diálogo, aceptación,
Paso 10: Sea feliz. No se preocupe tanto por cosas superfluas. El amor es simple.

sábado, 18 de abril de 2015

Odio

El odio no es raro. Escuché varias veces decir que es el opuesto al amor. No sé si considerarlos opuestos es algo factible, pero, ¿qué puedo opinar yo, que jamás odié? Parece que es fácil hablar del amor y del odio. La literatura se ha nutrido de estos antagónicos que, sin embargo, considero que pocos han sentido de verdad.
Del amor puedo hablar otro día, y en verdad, hoy ni siquiera voy a hablar del odio... Entonces, ¿qué? Como bien dije, es difícil sentir estas dos emociones tan potentes. Todos hablan de amar y de odiar con ligereza, como si fuera algo que pasa todo el tiempo, con todos y con todo. ¿Será posible ese mar de sentimientos tan fuertes, y encima, sentirlos a cada rato?
Amar, amé. Odiar, jamás. No me siento ni mejor ni peor persona por ello, simplemente nadie logró, por suerte, generarme esa sensación. Pero me puedo hacer una idea cabal de lo que significa odiar -o no-, solo con saber lo que genera que la sola presencia de otra persona me moleste.
Hay seres que despiertan eso en mí. Me molesta, claro está, porque como todo sentimiento, conlleva algo de irracional, y yo soy muy teórica y poco práctica y odio sentir. Por eso no me gusta nada sentir cómo el hecho de que algunas personas que, por motivos más o menos lógicos, me desagraden genere en mí sensaciones tan funestas: los músculos faciales se ponen en modo cara de culo; y no vayas a hablarme, porque siento la crispación corriendo en forma de sudor frío por la nuca.
Pero, sin duda alguna, lo más extraño sucede cuando me encuentro frente a la pantalla de algún aparato electrónico leyendo a esa persona que me molesta, mirando sus fotos o escudriñando su vida. La mente humana es perversa, y genera, como ya lo dije más arriba, que dos cosas tan opuestas como el amor y el odio se asemejen. ¿O ustedes nunca miraron mil veces la foto de la persona de la que están enamorados? Esa misma fascinación obsesiva se genera -acrecentada por las redes sociales- cuando odiamos a alguien.
Y entonces, como en el amor, vas construyendo en tu cabeza una serie de preceptos y prejuicios del otro, ese ser que en algún momento hizo algo real que te generó malestar, hoy en día es una quimera de varias cabezas alimentada por tu propio ego, una construcción casi esquizofrénica de todas las justificaciones que te das a ti mismo por sentir algo que no está bien visto: odiar. El trabajo de un semiótico ante los símbolos y signos que ve una persona que odia a otra debe ser jodidito: poco de verdad, mucho de ciencia ficción.
Y así, como en el amor también, cuando odiamos a alguien odiamos la construcción que hacemos de esa persona. Juntamos sus pedacitos -lo que publicó en Facebook ayer, lo que recuerdo que me dijo hace un par de meses y que me dolió...-, y entonces nos dedicamos a llevar a cabo un proceso que modifica y amalgama todas las partes de la historia a nuestro favor; y construimos una personita a la cual odiar, que luego se semi-materializa en el cuerpo físico y real de ese alguien que elegimos cuasi al azar y nos genera malestar... y vuelta a empezar.
Eso es el odio: el mismo proceso que el amor, pero a la inversa. Con el paso del tiempo, uno se da la oportunidad de conocer al otro y desmitificarlo, o simplemente corre la suficiente agua bajo el puente como para olvidar que alguna vez se odió -o se amó-.
El odio, como el amor, no es complejo. Es instintivo, natural, casi animal. No se piensa, se siente, y poco tiene que ver con todos estos párrafos que acabo de escribir en la madrugada de una primavera ibérica. Así que si tuviste que hacer este proceso, no es odio -ni amor-: es molestia, es enojo, es rencor, es ira.
Bienvenido al mundo de los que no odiamos.

lunes, 13 de abril de 2015

Tres generaciones

Esta entrada está basada en hechos reales. Desde ya pido disculpas a mi madre y a mi abuela.


Las casas compuestas por tres mujeres no son fáciles. Menos, si son tres generaciones. Por algo fue Eva y no Adán la generadora del pecado original: el infierno mismo puede ser un hogar habitado por mujeres.
Primero que nada, la bombacha colgada en la ducha. Emblema del feminismo por excelencia, es como una marca de terreno -una de las tantas que tenemos- que indica "acá vive una mujer". Pero lo cierto es que, sin bombacha en la ducha, el baño es el paraíso de la mujer y la tortura del hombre, que poco a poco ve minado el espacio por variedades de cremas, productos para el pelo y maquillaje, a los que también podemos sumar pelos en el suelo, en la pileta, en el resumidero de la ducha...
Segundo, el tono de voz. Los agudos femeninos pueden llegar a ser bellamente ensordecedores, y para seguir cayendo en tópicos que muchas veces se cumplen, las charlas son más extensas e intensas. En casa hay tres personalidades que convergen y conversan, una con voz suave y dulce; otra firme pero dulce; y una alta y bastante más grave de lo normal.
Y el circo es más o menos así: la bombacha de la Nieta colgada de la ducha es un hilo dental, y divierte a las otras dos con cuentos de hombres y de besos. Hereda la torpeza de la Abuela, y entonces se juntan las dos en la cocina cuando la del medio está haciendo sus obras de arte dulces y tiran algo, o se ponen en medio del camino y ella se enoja; pero al rato se le pasa y cuando ellas ya están sentadas en sus posiciones estratégicas, pasándole un huevo o un poco de azúcar impalpable y contando historias, Madre ya olvidó el enojo y decidió que las sobras se iban a convertir en un postre improvisado y empalagoso para después de cenar.
Abuela es suave e inocente, necesita que se le expliquen muchas cosas, aunque la picardía le sale por momentos cuando te habla de que en San Valentín las casas de citas van a estar llenas o se ríe ante los cuentos de la Nieta que chuponea. Madre se horroriza a medias, porque cree que aún debe educar a Hija, aunque con 25 años ya está más que educada y todos saben que es muy responsable con el trabajo y los estudios, pero un poco tiro al aire con los hombres y le gusta bastante el vodka.
A veces se enojan, como todas las familias. Abuela no, porque tiene paciencia y nació en la época en que la mujer aguanta y calla, lleva el peso en la espalda y se le nota. Eso no la exonera de ligarse alguna puteadita de rebote -y ni tanto-, pero por suerte ninguna es rencorosa y las cosas se olvidan; entonces se acuestan a charlar hasta que se duermen, o deciden ponerse cremas en la cara y experimentar con peinados, o comer chocolate o llorar o reír o abrazarse.
Hija tiene que explicar que no le gusta que le ordenen el cuarto, que ella se entiende así. Aún así, de vez en cuando le tienden la cama contra su voluntad. Entonces ella llega y hace una tortilla y le queda rica, pero madre se queja de cómo bate los huevos y le da miedo cómo pica la cebolla porque Hija es zurda, y se olvida de que parece raro pero es todo al revés y no se va a cortar. Y se sientan a la mesa y cuentan anécdotas, con quién se cruzaron en el correr del día y lo que pasó en el ómnibus. A veces se suma Novio de Hija/Nieta, y los viernes de noche vienen los Amigos y hacen reuniones y Abuela quiere charlar porque le gusta la juventud, que dicen que es un divino tesoro.
Sin embargo, Abuela se levanta temprano a veces, ordena las cacerolas y golpea cosas, y se olvida de que Nieta duerme. Entonces llega Madre, que trabaja de noche, y entorna la puerta de la cocina con un repasador porque el pestillo está roto y se abre. Prepara café y comen pan con manteca y azúcar, Hija se despierta somnolienta y desayuna alguna cosa rara, como pizza del día anterior o un refuerzo.
Tal vez la casa es rara, un poco caótica, con dos espejos en el baño y una Virgen en el living, con cosas de repostería hasta arriba de los roperos y una cama a la que llaman "la camita de Blancanieves". Tal vez ellas son raras, porque son tres generaciones juntas, viviendo y conviviendo, luchando por derribar las barreras que el tiempo pone entre ellas y sus costumbres, sus ideales y sus visiones del mundo; y entonces Abuela se acostumbra a que el Novio de Nieta se quede a dormir, y Madre tiene paciencia a las cosas de persona mayor que comienza a hacer Abuela, mientras va viviendo sus propios cambios, sintiendo que el nido se vaciará dentro de poco y que capaz que pasan cosas y la cama queda vacía y no hay más carcajadas ni pizza recalentada a las diez de la mañana.