sábado, 18 de abril de 2015

Odio

El odio no es raro. Escuché varias veces decir que es el opuesto al amor. No sé si considerarlos opuestos es algo factible, pero, ¿qué puedo opinar yo, que jamás odié? Parece que es fácil hablar del amor y del odio. La literatura se ha nutrido de estos antagónicos que, sin embargo, considero que pocos han sentido de verdad.
Del amor puedo hablar otro día, y en verdad, hoy ni siquiera voy a hablar del odio... Entonces, ¿qué? Como bien dije, es difícil sentir estas dos emociones tan potentes. Todos hablan de amar y de odiar con ligereza, como si fuera algo que pasa todo el tiempo, con todos y con todo. ¿Será posible ese mar de sentimientos tan fuertes, y encima, sentirlos a cada rato?
Amar, amé. Odiar, jamás. No me siento ni mejor ni peor persona por ello, simplemente nadie logró, por suerte, generarme esa sensación. Pero me puedo hacer una idea cabal de lo que significa odiar -o no-, solo con saber lo que genera que la sola presencia de otra persona me moleste.
Hay seres que despiertan eso en mí. Me molesta, claro está, porque como todo sentimiento, conlleva algo de irracional, y yo soy muy teórica y poco práctica y odio sentir. Por eso no me gusta nada sentir cómo el hecho de que algunas personas que, por motivos más o menos lógicos, me desagraden genere en mí sensaciones tan funestas: los músculos faciales se ponen en modo cara de culo; y no vayas a hablarme, porque siento la crispación corriendo en forma de sudor frío por la nuca.
Pero, sin duda alguna, lo más extraño sucede cuando me encuentro frente a la pantalla de algún aparato electrónico leyendo a esa persona que me molesta, mirando sus fotos o escudriñando su vida. La mente humana es perversa, y genera, como ya lo dije más arriba, que dos cosas tan opuestas como el amor y el odio se asemejen. ¿O ustedes nunca miraron mil veces la foto de la persona de la que están enamorados? Esa misma fascinación obsesiva se genera -acrecentada por las redes sociales- cuando odiamos a alguien.
Y entonces, como en el amor, vas construyendo en tu cabeza una serie de preceptos y prejuicios del otro, ese ser que en algún momento hizo algo real que te generó malestar, hoy en día es una quimera de varias cabezas alimentada por tu propio ego, una construcción casi esquizofrénica de todas las justificaciones que te das a ti mismo por sentir algo que no está bien visto: odiar. El trabajo de un semiótico ante los símbolos y signos que ve una persona que odia a otra debe ser jodidito: poco de verdad, mucho de ciencia ficción.
Y así, como en el amor también, cuando odiamos a alguien odiamos la construcción que hacemos de esa persona. Juntamos sus pedacitos -lo que publicó en Facebook ayer, lo que recuerdo que me dijo hace un par de meses y que me dolió...-, y entonces nos dedicamos a llevar a cabo un proceso que modifica y amalgama todas las partes de la historia a nuestro favor; y construimos una personita a la cual odiar, que luego se semi-materializa en el cuerpo físico y real de ese alguien que elegimos cuasi al azar y nos genera malestar... y vuelta a empezar.
Eso es el odio: el mismo proceso que el amor, pero a la inversa. Con el paso del tiempo, uno se da la oportunidad de conocer al otro y desmitificarlo, o simplemente corre la suficiente agua bajo el puente como para olvidar que alguna vez se odió -o se amó-.
El odio, como el amor, no es complejo. Es instintivo, natural, casi animal. No se piensa, se siente, y poco tiene que ver con todos estos párrafos que acabo de escribir en la madrugada de una primavera ibérica. Así que si tuviste que hacer este proceso, no es odio -ni amor-: es molestia, es enojo, es rencor, es ira.
Bienvenido al mundo de los que no odiamos.

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