lunes, 15 de febrero de 2016

Lifestyle de moda

Hace poco conocí una vegetariana que me instó a no comer carne para no pasar calor —todavía no entiendo la relación entre una cosa y la otra—. Ese mismo día, en un almuerzo pidió pasta con caruso. Le informé que la salsa tenía jamón, pero no cambió la opción, negando por supuesto que esos pequeños trozos de fiambre otrora habían sido un animal.

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Vivimos en un mundo de moda. La necesidad de pertenecer a un grupo es enorme, y creo que se ve aumentada por la constante sobreexposición y comunicación en la que estamos envueltos. Hoy en día accedemos a muchísima más información que la que teníamos hace veinte años, algo que nos permitiría entender un poco más al mundo y lograr, al fin, mejorarlo. Creo que sucede totalmente lo contrario.
Sabemos sobre ecología, sobre reciclar los residuos, la capa de ozono, el impacto del consumo de carne en el mundo, la crueldad animal en cada producto que consumimos —fármacos, cosméticos, alimentos, y la lista sigue—, el trabajo infantil, la pedofilia, las guerras en el mundo, la lucha de clases, el feminismo. Sabemos sobre todo y nos ocupamos de nada.
Y somos todo. Vegetarianos por un año, feministas cuando nos conviene, nos compramos una bicicleta para no emitir gases que contaminen al medio ambiente, bicicleta que a los dos meses queda abandonada en el garaje de casa. Decimos que solo consumimos drogas naturales —fumar porro es mainstream, y no te vayas a tomar una Aspirina: la homeopatía cura todo— y que no comemos grasas trans porque son malas para el cuerpo. Acusamos con dedito y mala cara al que no come orgánico ni tiene una huerta en casa, pero el viernes de noche nos bajamos una botella de ron con Coca —todo hiper natural y sin componentes dañinos—.
Necesitamos pertenecer. Por eso nos abrimos cuentas de Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat y todas esas cosas nuevas a las que yo todavía no llegué, ni creo llegar. Porque necesitamos decirle al mundo hiperconectado en el que vivimos que existimos, que somos valiosos, que hacemos un cambio respecto a todo lo que estuvo mal en la humanidad, aunque más no sea por ese año de vegetarianismo o ese mes que nos fuimos a África como voluntarios.
No hacemos las cosas por creencias. No ayudamos al otro porque sentimos que eso está bien, sino porque queda lindo sacarse una foto con un niño pobre al que le donamos algo y colgarla en las redes. Porque nos gusta juzgar a los que no pertenecen, a los que hacen su vida, con sus reglas, a su manera. Vivimos en el planeta de señalar a los demás con el dedo, de la paja en el ojo ajeno, del miedo a vivir nuestra propia vida y que nos excluyan, nos alejen, nos conviertan en asociales por la fuerza.
Estamos en la sociedad en la que las webs incluyen una sección llamada "lifestyle" que te dice lo que tenés que hacer para ser aceptado. Vestite así, comé esto, hacé ejercicio, comprate un iPhone. Y si no querés, todo mal con vos. Acá estamos, en un lugar en que cada una de nuestras acciones tiene que estar "a la moda", porque sino, nosotros mismos nos juzgamos.
Si te sentís así, capaz que es momento de replantearte tus creencias, tus gustos y todas las cosas que haces. Dejá de posar para la eterna foto, dejá de pensar como tuit, dejá de señalar a los demás con el "me gusta" de Facebook. Capaz que hasta te sentís mejor, y en una de esas, haces tu aporte para cambiar el mundo.

lunes, 8 de febrero de 2016

Rollos

Navegar en las redes sociales en la época estival es una proeza. Aparecen cuerpos semidesnudos, más de los que tal vez queramos ver, en la búsqueda constante de ser bellos a ojos de los demás. Bronceados, con las mejores galas, en la playa, eligiendo la selfie de moda —que ya ni sé si es la de los pies frente al mar o esa que sacamos extendiendo el brazo hacia arriba, excelente para disimular las imperfecciones y aumentar el tamaño de las tetas—.
Yo también navego por las redes sociales y subo selfies, claro está. Pero a veces me gusta analizar por qué hago lo que hago, y por qué hacemos lo que hacemos como sociedad. Y me encuentro entonces con la foto de una chica magnífica: realmente atractiva, con una cara bonita, un pelo sedoso, un bikini coral y un estómago tan metido para adentro, aguantando la respiración, que parece que tuviera una soga invisible atada la cintura.
La miro atentamente. Para mí, es una diosa. De esas chicas que sacan el aliento y dejan a todos los hombres jadeando en silencio cuando pasa caminando. Lejos está de tener siquiera un gramo de más. Sin embargo, decide sacarse una foto sentada en la playa, en bikini, y su abdomen queda expuesto. Expuesto al foco de la cámara de algún iPhone, expuesto a la mirada de los 53 likes en Instagram, expuesto a las miles de fotos de modelos de panza plana que vio en su vida.

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Cuando me siento, abajo del ombligo se me hace un rollito. No soy una mujer precisamente flaca, básicamente porque mi tipo de cuerpo no es así. También porque me gusta mucho comer helado de chocolate, y odio hacer abdominales.  A veces, cuando me pongo una camiseta un poco corta y se me ve la panza, me siento frente al espejo y observo ese rollito. Es chico, es el recuerdo de cuando tuve sobrepeso, son esos dos kilitos de más que nunca logré sacar. Y entonces, me cambio de ropa porque no me parezco a Candice Swanepoel.

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Tenemos la soga alrededor de la cintura. Es una cuerdita chiquita que alimentamos día a día mediante la publicidad, los medios que se centran el físico de las famosas y no en su capacidad para actuar, cantar, bailar o lo que sea que hagan; que crece cuando criticamos entre amigas a una tercera por lo que se puso, cuando nos miramos al espejo y nos pensamos gordas, feas, con celulitis y granos.
Esa cuerdita, a veces, me tironea y me hace cambiarme de ropa, no comprarme ese vestido ajustado o saltearme la cena. A veces, me hace llorar por el rollo abajo del ombligo que no puedo sacar, por tener la cadera muy ancha o estrías en las tetas, todas cosas que no puedo cambiar para ser la supermodelo de cuerpo atlético y pechos turgentes. Y sé que a vos también.
¿Cuándo nos sacamos la soga?

martes, 2 de febrero de 2016

Qué mierda ser adulto

Hoy fue un día de esos malos. De esos en los que la jornada laboral es intensa, dormiste poco o mal o ambas, y cuando ya estaba saboreando mi libertad, me llama mi novio para avisarme que un caño se tapó, inundó todo y él se tuvo que ir, y otra persona me llamó para pedirme que le corrija de onda unos textos... y esa mini siesta reparadora que estaba necesitando, desapareció de mi mente.
Llegué a casa y me golpeó el olor a mierda. Sí, a mierda. No a caca, porque eso sería sutil comparado con cómo olía todo. Efectivamente, el caño que da al hueco de la escalera estaba tapado y, ante un esfuerzo sublime que le había ocasionado la pileta de la cocina, se había desbordado, dejando mugre por todo el suelo. Me armé de paciencia, hipoclorito, jabón con bastante perfume, y mocho —lo siento, sigo sin acostumbrarme a decirle Mery, mopa o como sea, en este caso, prefiero la versión gallega— y me dispuse a limpiar, a destapar, a luchar contra los arácnidos que yo sentí que me atacaban como si fuera algo personal.
Tal vez suma a todo este proceso añadir que estoy por empezar a menstruar. El desbalance emocional que genera la montaña rusa hormonal me frustró, Y suma más el útero en retroversión, posición anatómica no normal que me genera fuertes dolores. Y limpiar excesivamente no ayudaba a nada de eso: me dolía, me cansaba, y parecía que la caca desparramada por el piso no se iba a terminar más.
Pero terminé, eso es un hecho: exhausta, me di una ducha que no disfruté e intenté ir derecho a la cama. Pero di mil vueltas porque me dolía apoyarme sobre la espalda baja, y porque mi odio visceral y casi de nacimiento a los cambios de planes —más si me cambias una tarde tranquila de siesta, cocina y escribir por limpiar un caño— me puso de tremendo mal humor.
Me puse a pensar qué iba a cocinar, porque mi novio volvía a casa a las veintidós horas e íbamos a tener hambre ambos. Había unos garbanzos en remojo. Son buenos, porque tienen hierro. Puse el jueguito de cocina en la Nintendo DS, y busqué "garbanzos". Me propuso garbanzos con curry o con cordero, cuál de los dos más desacertados para una noche de febrero. Me enojé, dejé la Nintendo a un lado y me acurruqué, con frío pero sin ganas de apagar el ventilador. Me dormí unos veinte poco reconfortantes minutos en los que bruxé, y me levanté con ese espantoso dolor de mandíbula y dientes ya tan conocido. Y me puse a pelar papas.
A medida que pelaba ese primer y maravilloso papín orgánico que tenía entre mis manos, me di cuenta de que estaba enojada. De mal humor. Tensa. Respiraba agitada desde hacía, al menos, tres horas. Y eso no estaba bien, porque me estaba dejando llevar por la adultez, esa que parece que te llega cuando te tenés que empezar a hacer cargo de cosas, pero que simplemente te hace ver todo lo negativo de una mala situación. Me di cuenta de que todas las trabas que había tenido en los cuatro meses de vida independiente las había sorteado, más peor que mejor, gracias a la emoción de tener casa con reglas propias y muebles elegidos a mi gusto, emoción que tal vez ya se estaba diluyendo, dejando paso a una adulta amargada que no podía ver lo importante de tener todo lo que tenía, incluso el caño tapado. Fue un discurso muy estilo Cris Morena con resaca, pero al menos me sirvió para que se me fuera la rabia y, por un rato, no fuera más adulta.