domingo, 16 de octubre de 2016

Violencia

Hace días que tengo un nudo en la garganta. Desde que mataron a Lucía. Capaz porque compartía nombre conmigo, tal vez por las circunstancias de violencia que vivió, llevada a un nuevo nivel de deshumanización que nos revolvió las tripas a todos cuando supimos de la noticia. Escribo aunque tengo ese nudo que no se me va, aunque mis palabras no la devuelvan a la vida.
En mis dos últimos años de liceo tuve un muy buen profesor de filosofía, de esos pocos que te quieren enseñar a pensar por vos mismo. Un día, sin saber muy bien por qué, yo le plantee mi mundo utópico, un mundo lleno de igualdad, de amor, de paz. Se rió y me dijo que aún no me había decepcionado lo suficiente de la humanidad, que en unos años volviera a contarle que ya no creía posible mi sueño. Sin embargo, durante todos estos años me mantuve fiel a mi creencia de que está en nuestras manos construir un mundo mejor.
Ayer me atreví a decir en voz alta —pero no tan alta, porque una parte de mí no quería convencerse— que ya no quería luchar más. Que ya no podía creer en las personas, que el mundo entero se había roto. Pero no puedo darme ese lujo.
Porque yo, a diferencia de Lucía, estoy viva. No me violaron. Por suerte, tampoco me pegaron. Pude frenar todos los actos violentos y abusivos que un hombre creyó que podía ejercer sobre mí, desde el grito perverso por la calle hasta el que me manoseó sin permiso en el baile, las escenas de celos y de «así no salís vestida» y a todos los hombres que alguna vez consideraron que podían mandar sobre mi cuerpo o sobre mi alma.
Por suerte, soy mucho más libre que las nenas que son abusadas por su propio padre casi desde que nacen, las que son vendidas como quien vende un florero —como prostitutas, en casamientos obligados—, a las que le arrancan el clítoris para que no sientan placer, a las que les niegan el derecho a educarse, a las que les prohíben trabajar para que dependan de la voluntad de su pareja, a las que no pueden salir de una relación insana porque les han mermado su voluntad.
Nací con suerte. En mi familia siempre me apoyaron para que estudie, trabaje y me desarrolle. Me enseñaron que soy libre, independiente y fuerte. Me criaron para que así lo sea. Sin embargo, eso no me salva de terminar en una cuneta porque un hombre así lo decidió.
Sí, estoy enojada y decepcionada con el género humano. Siento un nudo en la garganta que quiere gritar «esto no lo tolero más». Pero es precisamente por eso que tengo que seguir. Para que no haya más Lucías. Para que todas tengan la misma suerte que yo. Y para que ninguna se estremezca pensando en el dolor que va a sentir si ese tipo que le pasó por al lado en la calle de repente se da media vuelta y decide que la va a violar, que la va a empalar y que la va a matar. Nunca más, ni una menos.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Un día como hoy...

... pero de hace cuatro años, volvía a Uruguay.
El vuelo salía un 11 de septiembre, aproximadamente a las seis de la mañana. Como siempre en los aeropuertos, lo peor son las esperas. Cada minuto de extraña tranquilidad previa a la irreversibilidad de estar adentro de un avión podía ser una buena razón para arrepentirme. Pero dejé las valijas y me senté en un estado de irrealidad sobre las sillas incómodas del aeropuerto de Valencia, flanqueada por mis padres, esperando la señal que me dijera que era hora de embarcar.
Mi madre me dio el collar que siempre llevaba puesto a modo de talismán protector, como si yo me fuera a descubrir las Américas —y sí, el viaje terminó siendo el descubrimiento de muchas cosas—; y cuando la hora llegó, las palabras se me amontonaron en la garganta y salieron en un apurado "no me voy".
Entonces ella, con toda la dulzura de una madre empujando a su polluelo fuera del nido para volar, me dio un golpecito en el hombro para que avanzara. Bajé sola, inmóvil, por la escalera mecánica.
23.50 de ese mismo 11 de septiembre estaba aterrizando en Montevideo para darme cuenta de que lo que había dejado siete años atrás no existía, y que era el momento de cambiar mi vida.

***

Siempre que recorro mi historia pienso en toda la gente que se tuvo que ir lejos. Y la que volvió para reconstruir lo que quedó. Ya sea por economía, por guerra, por hambre.
El retornado está lleno de cicatrices. Adaptación doble. Alma partida en dos. Amor desperdigado en dos mundos. Solo quienes hayan estado ahí pueden entender.

jueves, 23 de junio de 2016

Feminazis

No voy a decirte por qué es importante el feminismo. No voy a decirte que el machismo me afecta a mí, pero también a vos: en cada vez que contenes el llanto, en cada momento en que se burlan de vos porque sentís o cuando te tratan de puto porque no te querés coger a aquella. Y sí, heteropatriarcado suena a palabrita inventada, pero no es ni más ni menos que el mundo en el que vivís.
Estoy cansada de explicar por qué no está bien que me juzgues porque mi pareja, hombre blanco heterosexual, cuelga la ropa o lava los pisos. Hartísima de que me grites que me vas a chupar las tetas, que me vas a violar porque por algo me puse una pollera corta. Cansada de escucharte a vos, compañera, decir que Fulanita es una trola porque se acuesta con quien quiere; y también cansada de pensarme a mí misma cayendo en todos estos clichés que escribo, reprimiendo cualquier pensamiento machista que me enseñaron como normal, porque claro, esto del feminismo es relativamente nuevo y nadie antes pensó que las mujeres tenemos los mismos derechos que los hombres, o que los homosexuales pueden casarse y tener hijos porque son personas tan válidas como los heterosexuales, y no bestias.
Porque todas estas actitudes terminan en una sola palabra: feminazi. La usan los machistas y aquellos que se consideran "igualistas" sin saber que el feminismo es eso: igualdad. No me digas que soy feminazi porque yo no quiero la superioridad de las mujeres. Tampoco me digas feminazi como sinónimo de lesbiana, amargada, violenta o sucia. No me estereotipes, como yo no lo hago contigo. No generes una sombra oscura e innecesaria sobre algo tan limpio y claro como lo es el feminismo: el intento de construir un mundo mejor. Olvidate de la que pide pelotón de fusilamiento para todos los hombres del mundo porque no hay ninguno bueno, esa está en la misma línea del que mata a una mujer porque "era suya".
Los feministas solo buscamos el bien común, una sociedad justa en la que nadie se sienta avergonzado o menospreciado, violentado o acusado por ser lo que es. El feminismo va más allá de la lucha por las mujeres, del fin de la violencia de género o de pedir que no me grites guarangadas por la calle. Implica que, como seres humanos que somos, nos tratemos en igualdad sin que importe si nacimos con vagina o con pene, más blancos o más negros, con quién dormimos por las noches o en qué barrio tenemos nuestra casa. Feminismo es borrar las barreras que nos autoimpusimos, los prejuicios que nos inventamos y poder así vivir sin violencia, sin opresión, sin odio.
No me digas más feminazi, por favor.

domingo, 12 de junio de 2016

No soy hetero

Tampoco bisexual. Ni homosexual. Hace un tiempo que no sé muy bien cómo definirme, porque me parece que las etiquetas nos quedan cortas.
Capaz que hace mucho, mucho tiempo, las personas eran simplemente personas, más allá de cualquier gusto o preferencia —sexual, de pensamiento o de lo que sea—. Capaz que nuestra condición de seres humanos nos hace buscarle etiquetas a cada variante posible, calificándonos dentro de ellas para entendernos y entender a los demás, para clasificar al mundo y poder sacar de él el máximo provecho.
Lo cierto es que las etiquetas discriminan, en el sentido amplio de la palabra. Discriminar es "seleccionar excluyendo", es decir, considerarme homosexual, heterosexual o bisexual. También es tratar desigualmente a otro por estar en una etiqueta diferente a la propia.
Todos discriminamos porque, inconscientemente, desde niños somos una cosa o la otra. Rubios o morochos, inteligentes o burros, de izquierda o de derecha, extrovertidos o tímidos... Y la lista sigue. Somos un conjunto de clasificaciones antes que un ser humano, y perpetuamos mediante la enseñanza esa idea de que solo somos esas etiquetas que nos definen.
Ojo, todas esas clasificaciones son reales: nací con un color de pelo, me lo tiño de otro. Y si bien tuve mi momento agnóstico, me considero atea. Y así puedo autoclasificarme en muchos aspectos. Y a los demás. Y también puedo darme cuenta, con muchísimo sentido, que algunas etiquetas que me dio el lenguaje y la sociedad no se ajustan a lo que soy, a lo que siento. Ni tampoco a las personas que me rodean. Porque no somos seres lineales, cambiamos con el tiempo, somos flexibles y nuestros sentimientos y pensamientos son mucho más complejos que el catálogo de fichas con el estereotipo que tenemos en nuestro cerebro.
Aquel que ves ahí es algo más que todos los adjetivos calificativos que quieras usar en él. Es una persona. Eso es de lo que nos olvidamos a menudo: de tratar a los demás —y también a nosotros mismos— por fuera de esas estructuras rígidas que tenemos en la mente, porque al final del día, todas esas etiquetas no son realmente las que nos definen, ni las que nos van a servir para construir un mundo mejor.

***

Hace tiempo tenía ganas de escribir sobre esto, pero no encontraba el momento. Hoy, tras la matanza en una discoteca gay de Orlando, me pareció más que necesario. ¿Por qué? Porque me horroriza pensar que seguimos estancados desde hace siglos en el punto de matar al que no coincide con nuestras propias etiquetas.

miércoles, 27 de abril de 2016

Siesta

Aprendí a dormir la siesta los domingos a las cuatro de la tarde, en tu cama de una plaza, mientras tu hermano jugaba en la computadora y vos me enrollabas en esas frazadas antiguas de lana que tanto abrigan.
Era una siesta de panza llena de asado con fritas y de risas y de lagañas. Del calor de una familia reunida en torno a una mesa de la que yo me sentía parte a pesar de ser la más reciente incorporación. Y de tus brazos rodeándome fuerte, sin ganas de soltarme en ese poco rato que tenías antes de irte a trabajar.
Era siesta con el sol entrando por la ventana y ruido a platos que se lavaban allá en la cocina, de apoyarse el uno en el pecho del otro y acompasar la respiración mientras los pies se daban calor mutuamente.
No duraba más de treinta o cuarenta gloriosos minutos en los que la paz se apoderaba de esa cama pequeña que se nos hacía grande de tanto querer juntarnos. Paz de aflojar la mandíbula y despertar babeados, somnolientos y apretados.
Ahí aprendí yo a dormir la siesta.


Aunque capaz que ya sabía dormir la siesta, pero esta era otra siesta.

martes, 12 de abril de 2016

Suicidio por TV

Hoy, una persona en mi país estaba decidiendo saltar de un —creo que— noveno piso en el centro de la ciudad, a plena luz del día. En un país con una tasa de suicidios altísima.
Hoy, también, se hizo viral el video de una señora suicidándose. Sí, esa misma señora. Compartida cientos de veces por Whatsapp. Alguien la vio, y decidió que era mucho mejor levantar el celular, enfocarla y filmarla mientras su cuerpo se estampaba contra el suelo, y quedaba hecho pedazos. Y se los digo así, capaz que porque no se están dando cuenta de la atrocidad que eso implica.
¿Tal vez esa persona no podía ayudarla? Puede ser. ¿Ya había otras personas intentando ayudarla? Probablemente. También puede que esa persona creyera que no debía intervenir ante tal magnánimo deseo de otro, y optó por no ayudar. Pero, realmente, no entiendo en qué momento de todas estas cuestiones medianamente aceptables, alguien decide grabar un acto así.
El suicidio es un tabú. Mucha gente se suicida, mucha gente intenta suicidarse y mucha gente piensa en hacerlo, aunque no lo lleve a cabo ni lo intente. Pero no se informa en los medios de comunicación por el temido "efecto contagio"; tenemos un sistema de salud que no ofrece tratamiento psicológico, y si lo hace, te da cita para dentro de tres meses; tenemos a familiares de suicidas o de personas que lo han intentado sintiendo vergüenza de algo así, como si fuese vergonzoso sentir que uno no puede con la vida que tiene. Tenemos que hablarlo: si necesitamos ayuda porque sentimos que es mejor ponerle un fin a nuestra vida pero creemos que está mal, si queremos ayudar a alguien, si pasamos por esto... Es la única forma de cambiar una situación alarmante. Y también de evitar que haya alguien que lo considere un espectáculo digno de ser grabado con un smartphone.

***

Si sentís que no podés, podés acudir a los siguientes lugares (en Uruguay):
http://www.ultimorecurso.com.uy/ - 0800 8483 y 094 44 08 77
http://www.fundacioncazabajones.org/ - 2403 4562, 2403 4560 y 2408 4788

miércoles, 6 de abril de 2016

Hasta que el divorcio nos separe

Son tiempos oscuros para el amor "para toda la vida". Parece que el negocio de los abogados sigue en alza, al punto de que las parejas solo se casan porque saben que se van a poder divorciar.
Somos la generación de los padres divorciados, esos que no supieron arreglar sus diferencias para seguir caminando juntos. No los culpo, porque son la transición a una sociedad diferente. Son esos que ya no aceptaban el casarse por dinero o por arreglo, pero que todavía se casaban jóvenes e inexperientes, como echados de la juventud hacia un mundo de responsabilidades. Se encontraban con veintipocos calzándose el traje para el altar y cambiando pañales, cuando apenas sí habían salido a bailar. No los culpo por no saber entenderse con su primer novio, porque convivir no es fácil y menos si es a prepo.
Pero está claro que si no fuéramos hijos de padres divorciados, no seríamos lo que somos como generación novel en esto de las relaciones. Vimos fracasar, tal vez, la relación más importante para nosotros: la de nuestros propios padres. ¿Qué esperanza para nuestro propio futuro podemos tener si nuestros padres, seres a los que a temprana edad consideramos perfectos, no pudieron salvar el hundimiento de su relación?
Es imposible no construir el fracaso en nuestra vida amorosa con tal ejemplo estrepitoso. ¿Para qué voy a querer a alguien, si todo va a terminar? ¿Tendría que tomarme el trabajo de abrir mi corazón a un completo desconocido para que me lo rompa? Está claro que no. Gran parte de los hijos de padres divorciados pasan por etapas diferentes de anhelo del amor. Puede ser una pubertad acelerada, con una relación amorosa de mucho apego que, lógicamente y por la edad, fracasa al poco tiempo. Un desinterés por el amor en años posteriores, un miedo a formalizar a medida que nos acercamos a la adultez, e incluso un desencanto hacia el amor que nos hace preferir un gato (o perro, también puede ser perro, no sea que me critiquen por el cliché) antes que cualquier otro tipo de compañía.
Somos la generación del fracaso anticipado. No hacemos por miedo al fracaso. Tal vez nuestros padres fueron personas civilizadas que resolvieron su separación como seres normales, tal vez recordamos gritos y discusiones terribles; obviamente no da igual, pero la ecuación termina con el mismo resultado: en algún momento, todo termina.
Somos la generación del sexo fácil, de las relaciones esporádicas y de preocuparnos poco por el otro. El miedo a repetir la historia paterna nos impide relacionarnos con normalidad, creando una coraza a nuestro alrededor de indiferencia, de "me caso, porque total después me puedo divorciar". Justificamos el porqué de amar a alguien: por qué nos ennoviamos, por qué vivimos juntos, por qué nos casamos, por qué vamos a tener un crío. Y entre medio de todo eso, aclaramos que todo se puede revertir, porque le tenemos terror a la idea de que verdaderamente podemos ser felices, podemos no tener que divorciarnos. Somos una generación más preparada emocionalmente en muchos sentidos: vivimos experiencias diferentes a las que vivieron nuestros padres, somos menos "inocentes" y tenemos menos obligación de cumplir con un estatus. Nadie nos va a mirar mal si tenemos cinco relaciones formales o nos acostamos con treinta personas; si nos queremos centrar en estudiar y no en casarnos a los veintitrés. Por ende, tenemos más posibilidades de relacionarnos con personas diferentes, de probar y de hacer introspección. Y por ende, más fracasos pequeños y menos probabilidades de un corazón roto de verdad. Pero le tenemos miedo a todas las posibilidades que se nos dan, por ese recuerdo de un fallo que ni siquiera fue nuestro.
Entonces, somos la generación de "el amor no importa". Y creo que todos, aunque sea muy en el fondo, nos enternecemos al ver a una pareja de viejitos caminando de la mano, sonriéndose, haciendo la compra juntos en la feria. Sabemos que aunque vivamos en tiempos de "hasta que el divorcio nos separe", todos queremos entender ese amor simple producto de los años pasados, ese que solo se explica con cada arruga y cada beso de labios finos por el paso del tiempo.

viernes, 1 de abril de 2016

Sentimiento inexplicable

Ayer fui por primera vez al Parque Central, y pude entender un poco más la magia del fútbol.
Siempre fui ajena a este deporte. En casa, ni a mi padre —que suele ser el que transmite esa pasión— ni a mi madre les interesaba el fútbol. Por ende, no fue algo que me inculcaron, algo que vi ayer en muchos niños, algunos de apenas dos o tres años, que aplaudían y se emocionaban con su camiseta tamaño mini.
No es un deporte que me divierta especialmente. Puedo mirar uno o dos partidos, pero generalmente me aburro o me distraigo con otros elementos ajenos al juego de pelota en sí. Pero ayer, me emocioné. Y me di cuenta de que la magia del fútbol es justamente eso: algo especial y único, algo que corre por las venas y que poco tiene que ver con los goles. Es algo similar al amor incondicional a una madre: sabemos que no es perfecta, pero nunca va a dejar de ser la mejor madre del mundo. Y sí, seguro que muchas madres se sienten ofendias por esto, pero siento que para el verdadero hincha de un cuadro, es algo incondicional e ilógico.
Vi familias, vi colores, vi gente contenta. Vi emoción pura como no veo habitualmente, porque parece que estamos constantemente dormidos en este mundo que pasa rápido y no deja huella. Y sí, aunque no entienda qué es lo que genera que te guste más ese cuado que aquel otro, porque para mí son solo once pibitos pateando una pelota, me alegra esa emoción contenida, esa gente poniéndose de pie exaltada ante un ídolo.
Me gustaría saber que todo esto que genera el fútbol queda acá: en las caras de los niños sonrientes, en las bengalas llenas de color que parecen moverse al son de los bombos y los gritos de las hinchadas, y el juego de algunos virtuosos más abajo, en el césped. Me gustaría creer que toda esa magia queda encerrada en esos 90 minutos, tal vez en los momentos previos, y nada más.
El hincha violento, el barrabrava, la intervención policial... todo eso existe, y lo sé. Pero hoy quería hablar de lo lindo de ese sentimiento inexplicable que genera el fútbol. Ojalá no existiera más la violencia, ojalá todos entendiéramos que todo punto bueno no necesariamente tiene que tener uno malo. Ojalá pueda disfrutar de más momentos lindos de pasión ajena, porque si algo hace feliz a los demás, me termina haciendo feliz a mí.
Y aunque no entienda nada de fútbol, ¡qué lindo es!

***

Gracias a mi hincha de Nacional favorito.

domingo, 20 de marzo de 2016

Carta de amor para mi yo de hace un par de años

Él no te quiere. Vos crees que sí, y por eso te empeñas en mandarle mensajes, tener conversaciones extensas donde hay miles de disculpas de tu parte y muchos intentos por sacarle miedos, pero por mucho que intentes demostrar tus sentimientos, el amor no se fabrica.
Si bien ahora estás sufriendo por arreglar una relación que es de todo menos de amor, más tarde que temprano te vas a dar cuenta que el querer no tiene nada que ver con entregarse completamente a alguien sin mirarse a uno mismo. Y te vas a reír de todo ese tiempo en que pensaste que no ibas a poder vivir sin él.
Puede que pienses que esos celos desmesurados son una muestra de que le importas, pero lo cierto es que deberían darte miedo. ¿Te acordás de esa vez que te gritó en medio del ómnibus solo porque había visto que habías recibido un mensaje de un amigo? En vez de agachar la cabeza, deberías haber salido corriendo para ya no volver. Y no, tampoco es normal que le moleste que te relaciones con otras personas, que crezcas laboralmente, que decidas seguir estudiando y que se te vea feliz. Una persona que prefiere verte triste para tranquilizar sus demonios internos no te merece.
Por más que intentes pedir perdón mil veces, algún día te vas a dar cuenta de que no tuviste la culpa de no ser exactamente como alguien más quiso: sos una persona única, que el único camino que tiene que recorrer es el suyo propio, no el impuesto por alguien más. Aprendé a distinguir cuándo pedir perdón por un error, y cuándo alguien te está exigiendo que seas algo que no sos, solo por capricho. Si alguien te ama, entenderá tus errores y tus defectos, y te podrá ayudar a crecer como persona, pero no obligarte a ser un molde a imagen y semejanza de sus deseos.
Como bien decía Cortázar, "un puente no se sostiene de un solo lado": no pueden exigirte mucho sin darte nada a cambio. No des más oportunidades de las que una persona merece, ni siquiera por amor: el amor empieza por casa, así que si no te respetas a vos misma, ni él ni nadie van a hacerlo.
No estés pendiente todo el tiempo de alguien que no está para vos cuando lo necesitas. No acudas a él a las tres de la mañana solo porque está inseguro, si él no tiene tiempo para vos. No dejes de hacer cosas que te hacen feliz para atender a alguien que solo ofrece amarguras, porque nadie es tan importante como para sacrificarte.
No dejes que te pasen por arriba. El amor no es egoísmo, y si alguien solo sabe pedir, no te está amando. No dejes de lado tu forma de ser, no te conviertas en otro, no cambies aquellas cosas que no hacen daño a nadie, porque un día te vas a encontrar sola contigo misma y no vas a saber qué ser.
El amor es alguien que camine al lado tuyo, haciendo todo más llevadero durante el tiempo que sea necesario. El amor te deja crecer en todos los ámbitos, no debe ser una obligación o un malestar, no es una jaula con barrotes apretados. No caigas en eso, porque el mundo está lleno de gente maravillosa que sabrá apreciar todo lo que hay en ese universo único que sos.
Un día, más tarde que temprano, vas a dejar atrás este falso amor, para caminar realmente de la mano.

***

Ojalá nunca te haya pasado nada de esto. Pero creo que, seas hombre o mujer, probablemente tengas que hablar con tu yo del pasado —o no tan pasado— sobre alguno de estos puntos.
Aunque no lo creas, la tarea más difícil de este mundo es aprender a quererse.

viernes, 18 de marzo de 2016

De rejas y cárceles

Dos meses después de mudarme, caí enferma. Estuve encerrada una semana entera, y me di cuenta qué era eso que me molestaba de mi nuevo hogar.
Un día estaba sentada en el sillón, agotada, y me puse a mirar un pájaro que estaba sobre el muro, frente a la ventana. Algo me molestaba al paisaje del pájaro y las flores, hasta que me di cuenta: las rejas de mi ventana.
De todas las casas en las que viví, esta era la primera con rejas. Un artilugio que tenía el propósito de encerrar fieras y malhechores, ahora es el lugar desde donde se esconden aquellos que tienen miedo. Miedo a que les saquen sus pertenencias y sus vidas. Pero seguro que lo primero más.
Camino por las calles de mi barrio, y veo rejas. A veces, me tomo el trabajo de ver qué tan útiles resultan: ¿Son fáciles de saltar? ¿O simplemente son un artilugio que funciona como una especie de barrera más mental que física para aquel que intenta pasar? Hay rejitas chicas, que se quedaron estancadas en esos años más felices y menos protegidos; y otras que incluyen también muros, pinchos y electricidad, que lucen amenazantes pero también tentadoras: algo esconden detrás de esa agresividad.
Hoy, mientras caminaba, me encontré desvariando, y llegué a la conclusión de que las rejas en las casas nos representan como sociedad: tenemos miedo al otro, al punto de que preferimos encerrarnos en nosotros mismos que dejarnos robar —literal y metafóricamente— un par de veces en la vida.

viernes, 11 de marzo de 2016

El enamoramiento en la política

Hay personas que tienen claras sus ideologías políticas, pero son las menos. Personas que se tomaron el trabajo —y sus familias los dejaron— para pensar, evaluar, conocer.
Lo cierto es que la mayoría de la población en un país promedio —Como Uruguay, no voy a poner de ejemplo a países con grandes tradiciones democráticas— sigue lo que yo llamo el proceso de enamoramiento en la política. El proceso de voto de una persona promedio en un país promedio se equipara al proceso de enamoramiento de una persona promedio en una relación promedio. Muchos promedios, ¿no?
Paso a explicar: cuando uno conoce a alguien nuevo, tiene su primera cita y hay un cierto interés recíproco, todo es emocionante. Salir, conocer, los primeros besos, la primera vez que tenemos relaciones con esa persona, las primeras confesiones de sentimientos... Y la otra persona te parece perfecta. ¿Cómo no la conociste antes? ¿Dónde estuvo todo ese tiempo? ¿Por qué tuviste todas esas relaciones vacías, malas, negativas, si existía él o ella?
Algo así pasa con los políticos. Si el ciudadano promedio está viviendo en un país donde hay un partido que hace mucho que está en el poder, probablemente esté desconforme con algunos puntos —más o menos, dependiendo de si los votó o no, si es un "fan" o simplemente lo hizo por comodidad— y considere, en su punto mínimo de paciencia, que debe cambiar. Si ese punto es próximo a las elecciones, lo más probable es que el desencanto y el cambio, duren. Por ende, cuando llega el nuevo partido político —así como llega la nueva pareja a nuestra vida—, al ciudadano promedio todo le parece maravilloso. Toda escoba nueva siempre barre bien, o eso dicen.
Sin embargo, en el amor, a medida que la relación avanza, se pierde ese enamoramiento inicial que sentimos, y por el que vemos a la otra persona perfecta. Nos damos cuenta de que ronca, es medio terco o tiene mal humor cuando recién se levanta. O, en el peor de los casos, vemos que es una persona mentirosa y manipuladora, o que mata gatitos bebé a escondidas. Y ahí, según la gravedad del asunto, tenemos dos opciones —y cuando digo "tenemos" hablo de una decisión puramente ilógica e irracional—: dejar la relación, con la consecuente rotura de corazón; o aceptar esos errores, entender que uno tiene los propios y seguir creciendo.
En la política, el segundo punto raras veces pasa. Puede suceder en mandatos más bien ambiguos, en los que no hay errores garrafales como para decidir volver a votar lo mismo... pero seamos sinceros, siempre, al menos un error grande a nuestros ojos hay. Entonces, la relación se rompe. No entendemos cómo pudimos confiar en el partido, y hacemos lo mismo que cuando terminamos una relación: vamos predicando por ahí todo lo que salió mal, todo lo que no fue,  todo lo que no resultó. Finalmente, ese ciclo termina. En la relación, cuando hacemos el duelo de llorar, comer chocolates a montones, ir al gimnasio para demostrarle al otro que estamos más buenos que nunca, hablar todo lo que necesitamos hablar sobre el detalle más ínfimo de la relación... finalmente, estamos preparados para ver a nuestro alrededor y descubrir que hay personas maravillosas. En la política, generalmente, la situación es similar: miramos el panorama y, como la mayoría de los países son bipartidistas, terminamos optando por el partido más opuesto al que habíamos elegido.
Entonces, pasamos de opuesto a opuesto, como esas personas que se enamoran perdidamente de alguien y a los tres meses están con otra persona. Y en ese juego de opuestos, de desencantos y de pedirle demasiado a una persona tan igual a nosotros —y por ende, tan propicia a cometer errores—, es que los gobiernos hacen y deshacen de tal forma, que terminan dejando el país exactamente en el mismo lugar, atrasándolo, al menos, unas cuantas décadas.
Y así, sucesivamente. 

martes, 8 de marzo de 2016

No quiero flores

No quiero flores. Ni bombones. Ni una licuadora. Es 8 de marzo, no mi cumpleaños. Y aún si fuera mi cumpleaños, deberías saber que no me gusta que maten flores, ni los regalos "típicos" para una mujer.
Hoy no quiero que me trates como una reina, porque no lo soy. Y menos solo por este día. Nací con vagina en lugar de pene, y nada más. Tengo la cintura más marcada que vos, y puedo llevar un bebé en la panza, pero pienso, siento y soy tan válida como vos. Ni más, ni menos.
Hoy quiero que, si en algún momento le gritaste a una mujer en la calle, o manoseaste a una chica en un baile, te pares a pensar. Si alguna vez dijiste que una mujer está "ovárica" o "malcogida" solo porque te contestó mal, sin pensar que capaz que fuiste descortés o simplemente le está pasando algo malo que le impide estar bien, quiero que te pongas a pensar el porqué de tus insultos. Si calificaste a una mujer de puta por acostarse contigo, o de mojigata porque no quiso. Y si le hiciste una escena de celos a tu novia por una minifalda o por hablar con un hombre. Si descalificaste a una mujer solo por su aspecto físico, con palabras hirientes. Si alguna vez gritaste, humillaste o golpeaste a una mujer. Parate a pensar por qué lo haces.
Y a vos, mujer. Sí, esa igual a mí, que le duelen los ovarios una vez al mes, a la que juzgan por cómo se viste o le preguntan si ya tiene novio, que tiene que vivir en un mundo que, aunque ha mejorado, sigue siendo machista. Vos también tenés que pensar hoy.
¿Por qué? Porque vos también sos machista, aunque no lo quieras. Porque te educaron así, te hicieron creer que vos tenías que ser linda, con tremendo lomo, inteligente, trabajadora, la que hace todo en la casa y la que cuida a los pibes, porque claro, vos los tuviste en la panza. Y te cargaste con todo eso solita, sin cuestionarte por qué el gordo es "simpaticón" pero si vos tenés medio rollito sos una gorda descuidada; por qué tenés que criar a los niños sola si las dos únicas cosas que son exclusivas de tu parte es tenerlo en el vientre y darle la teta...
A vos, mujer, parate a pensar que se nos mide con una vara mucho más estricta que la que tienen los hombres. Que nos inculcan eso, y no perdonamos a otras mujeres no llegar a esos niveles, ni nos perdonamos a nosotras mismas por no cumplir con esas exigencias. Y sí, además, nos pagan menos por el mismo puesto, nos ponen más trabas laborales, sufrimos el acoso callejero y en algunos casos, también la violencia de género.

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El 8 de marzo es el Día Internacional de la Mujer trabajadora. Conmemora la lucha de la mujer por lograr la igualdad con el hombre en todos los niveles, personales y en la sociedad. No es un día para decirnos que somos lindas y regalarnos bombones. Espero que hoy sea un día de reflexión para conseguir una sociedad mejor.

domingo, 6 de marzo de 2016

Mucha policía, poca diversión

Sonó un disparo, y gritos que pedían auxilio. Parecía ser en la puerta de casa, pero no nos animamos a mirar. Solo llamamos al 911, avisamos de la situación, y unos diez minutos después, escuchamos las sirenas.
Un par de meses atrás, en Nochebuena aparecí llorosa en una comisaría, contando que me habían robado el auto. Y la policía, días después, lo encontró.

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En mi último año de facultad en España, fui a una manifestación estudiantil. En ella, policías armados no solo con pistolas y porras, sino también con "pines" con la cara de Franco, se encargaron de disolver la protesta dando palo. 

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Mi relación con la policía es de amor-odio. Por un lado, mi ideología —en su sentido más amplio— me hace estar en contra de cualquier fuerza armada; por el otro, considero que en la sociedad que vivimos no nos deja otra opción que tener un sistema como el que usamos.
Y cuando digo "sociedad en la que vivimos" no quiero echarle la culpa a terceros ni hacerme la santa. La sociedad somos cada uno de nosotros, y todos tenemos la culpa de haber construido una fuerza represora.
Vayamos por partes: yo estoy con el buen amigo Jean-Jacques Rousseau en eso de que "el hombre es bueno por naturaleza". Creo que nacemos sin maldad, y nuestras circunstancias nos terminan dañando. Siempre lo pienso: no todos a mi alrededor tuvieron mi suerte. Hay gente con carencias —económicas, como un plato de comida cuando corresponde; o emocionales, como un abrazo de contención— que les moldean su personalidad, generalmente, de una manera negativa.
Es difícil entender cómo la sociedad llega a crear personas mentalmente enfermas, que son dañinas para sí mismas y para el resto, porque inciden muchísimos factores —desde un sistema capitalista que genera desigualdades hasta la importancia creciente que le damos al aspecto físico, y que genera una discriminación de aquellos considerados "feos"— de los que se podrían hacer enciclopedias enteras.
Pero lo cierto es que estamos en una sociedad mayoritariamente enferma, por un lado o por otro. Estamos llenos de guerras, gente que mata, que roba, que viola, que lastima, o que simplemente es autodestructiva. Y la solución más simple a esta barbarie fue hacer un sistema de leyes, y una fuerza opresora que lo haga cumplir, al menos en una primera instancia. Nunca se planteó una real solución de cambiar las cosas, y eso que han pasado siglos —sí, porque esto de las fuerzas armadas existe hace mucho mucho tiempo—. Está claro que nunca va a existir un 100% de personas emocionalmente sanas y dentro de las leyes básicas de convivencia, pero estamos lejos de tener un número adecuado cuando precisamos seccionales policiales en cada barrio para hacer denuncias, policías en el tránsito vigilando que no manejemos alcoholizados o por fuera de los límites de velocidad, policías en casi cualquier acto cultural —partidos de fútbol, conciertos grandes—.
Tal vez creo demasiado en la humanidad, pero me gustaría que no fuera necesario un estricto control de lo que hacemos en manos de personas que, por un lado, están armadas; y por el otro, son iguales a nosotros, criados en la misma sociedad y con los mismos defectos.
Y a ese punto quería llegar, tal vez porque me parece uno de los más importantes. Primero que nada, casi cualquier persona puede ser policía. En segundo lugar, los controles para efectivamente serlos —físicos, de habilidades y psicológicos— son cada vez más vagos, generalmente porque se precisan más policías y necesitamos disminuir las exigencias para conseguirlos. Por ende, le estamos dando un arma a gente que tal vez no esté cualificada para tenerla. Y le estamos dando el derecho a usarla. Finalmente, y no menos meritorio, los sueldos son malos: como los bomberos, los maestros, los médicos y alguna profesión más —yo consideraría a los periodistas, pero seguro que muchos de ustedes no están de acuerdo—, los policías deberían ganar muy bien, para estar motivados a hacer las cosas bien. Sí, ya sé, no solo el dinero mueve el mundo, pero casi...
Corrupción, abuso de poder, falta de interés... Por suerte, he tenido que acudir pocas veces a la policía, pero lo cierto es que al menos estas tres cosas las supe presenciar. ¿Cómo se soluciona esto? ¿Cómo se siente uno cuando la persona que está ahí para protegerte, es la que te hace sentir vulnerable?
No creo que un país civilizado deba tener policías, ni ninguna fuerza armada. Pero no somos un país civilizado. Y además, nuestras fuerzas armadas tampoco lo son, en su mayoría. ¿Qué hacemos?

martes, 1 de marzo de 2016

Quiero estar triste

Hace ya casi tres meses que mi psicóloga me diagnosticó depresión. Capaz que desde un poquito antes yo ya sabía lo que tenía, aunque lo llamaba erróneamente "estoy triste y no sé por qué". Digo erróneamente no por no decirle el nombre técnico, sino porque la depresión influye en un montón de cosas más allá de la tristeza.
Debo decir que me lo tomé mejor de lo que se lo podría tomar la mayoría de la gente, incluyéndome a mí misma en otros momentos de mi vida. Sin embargo, una de las primeras cosas que hice fue no contarle esto a nadie más que a las personas estrictamente necesarias —mi pareja y mis padres—, hasta hoy. Probablemente, porque el mundo no nos quiere tristes. Si estás triste, sos un fracasado.
Unos días después de ese diagnóstico que, en cierta forma, me tranquilizó, vi Intensamente —Inside Out es el nombre original—, y no solo me gustó, sino que me pareció maravillosa. Me parece que todos deberíamos ver esa película que en principio parece para niños para entender un poco más la tristeza. Porque sí, a veces parece una mierda estar triste, y ciertamente lo es; pero la tristeza tiene sus puntos positivos.
No les voy a spoilear la película, porque no es mi intención y prefiero que la vean, pero por ahí van los tiros: estar triste es necesario. De todas las emociones que podamos llegar a tener, esa es la que más nos anulan. Desde chiquitos nos dicen que no lloremos, que podemos con todo, que si estamos tristes nadie nos va a querer, y un sinfín de cosas más. Creo que la mayoría terminamos canalizando la tristeza mediante otra emoción, que es la ira. Por eso nos va tan mal como sociedad.
Estar triste es útil, y se los digo en serio. Si bien la depresión implica otro millón de cosas que me gustaría no estar padeciendo —muchas ganas de dormir; pocas ganas de hacer cosas que antes me gustaban, como escribir; pocas ganas de relacionarme con el mundo exterior, cambios de humor, ansiedad—, podría decir que, en cierto punto, la agradezco. Siempre me costó bastante expresarme, y viví un montón de cosas que guardé en un cajón que, andá a saber porqué, un día se abrió. En ese momento, afloraron un montón de recuerdos —y sí, muchos son malos pero también me di cuenta de un montón de cosas buenas que había pasado por alto— que poco a poco voy superando, perdonando y cerrando, dejándolos como algo del pasado, finalmente. Todo esto era inevitable: un paso que tarde o temprano iba a llegar y que iba a generar las mismas o peores consecuencias que las que estoy viviendo en la actualidad. Pero no solo inevitable: era necesario para sanarme.
Llorar —y especialmente si es junto a alguien que te sostiene, ya sea un profesional o una persona que te ama— es un acto sanador cuasi mágico. Sentís que la maraña negra del pecho se desintegra, que tu cabeza se aclara y que tu cuerpo pierde toda la tensión acumulada. Obvio que no da para salir a la calle después con los ojos así de hinchados y la nariz con los mocos colgando, pero la sensación está buena, la recomiendo. Especialmente, si ese llanto te permite conectarte con lo que fuiste, con lo que viviste, con lo que sos y te pasa hoy, y con lo que querés ser. Sin duda alguna, este tiempo de depresión me ha ayudado a conocerme, a entenderme y a tener muchísimo más claro lo que quiero para mi vida. De una manera un poco dura, tal vez, pero lamentablemente no soy tan sabia como para haber aprendido todo sin tener que darme la cabeza contra la pared.
Obviamente, no les estoy recomendando que tengan depresión. No está bueno. Es una enfermedad que debe ser tratada —con psicólogo, y en algunos casos también con psiquiatra—, no un juego de niños. No digan nunca que tienen depresión si verdaderamente no la tienen. Digan que están tristes: no tiene nada de malo. Tal vez, aprendiendo a sacar el estigma a la tristeza, podamos no llegar al punto de la depresión, ¿no les parece?
Siéntanse libres de estar tristes. De llorar. De pedir ayuda. De decir "no puedo". Aunque no lo crean, no están solos. A todos nos pasa, y por ende, todos vamos a dar ayuda y recibirla. Y si de verdad sienten que esto fue un paso más allá, vayan a un profesional. Necesitamos un mundo en que las personas se den permiso para estar tristes y para fallar. Creo que es un paso importante para poder hacer un mundo menos robotizado, y más humano.

lunes, 15 de febrero de 2016

Lifestyle de moda

Hace poco conocí una vegetariana que me instó a no comer carne para no pasar calor —todavía no entiendo la relación entre una cosa y la otra—. Ese mismo día, en un almuerzo pidió pasta con caruso. Le informé que la salsa tenía jamón, pero no cambió la opción, negando por supuesto que esos pequeños trozos de fiambre otrora habían sido un animal.

***

Vivimos en un mundo de moda. La necesidad de pertenecer a un grupo es enorme, y creo que se ve aumentada por la constante sobreexposición y comunicación en la que estamos envueltos. Hoy en día accedemos a muchísima más información que la que teníamos hace veinte años, algo que nos permitiría entender un poco más al mundo y lograr, al fin, mejorarlo. Creo que sucede totalmente lo contrario.
Sabemos sobre ecología, sobre reciclar los residuos, la capa de ozono, el impacto del consumo de carne en el mundo, la crueldad animal en cada producto que consumimos —fármacos, cosméticos, alimentos, y la lista sigue—, el trabajo infantil, la pedofilia, las guerras en el mundo, la lucha de clases, el feminismo. Sabemos sobre todo y nos ocupamos de nada.
Y somos todo. Vegetarianos por un año, feministas cuando nos conviene, nos compramos una bicicleta para no emitir gases que contaminen al medio ambiente, bicicleta que a los dos meses queda abandonada en el garaje de casa. Decimos que solo consumimos drogas naturales —fumar porro es mainstream, y no te vayas a tomar una Aspirina: la homeopatía cura todo— y que no comemos grasas trans porque son malas para el cuerpo. Acusamos con dedito y mala cara al que no come orgánico ni tiene una huerta en casa, pero el viernes de noche nos bajamos una botella de ron con Coca —todo hiper natural y sin componentes dañinos—.
Necesitamos pertenecer. Por eso nos abrimos cuentas de Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat y todas esas cosas nuevas a las que yo todavía no llegué, ni creo llegar. Porque necesitamos decirle al mundo hiperconectado en el que vivimos que existimos, que somos valiosos, que hacemos un cambio respecto a todo lo que estuvo mal en la humanidad, aunque más no sea por ese año de vegetarianismo o ese mes que nos fuimos a África como voluntarios.
No hacemos las cosas por creencias. No ayudamos al otro porque sentimos que eso está bien, sino porque queda lindo sacarse una foto con un niño pobre al que le donamos algo y colgarla en las redes. Porque nos gusta juzgar a los que no pertenecen, a los que hacen su vida, con sus reglas, a su manera. Vivimos en el planeta de señalar a los demás con el dedo, de la paja en el ojo ajeno, del miedo a vivir nuestra propia vida y que nos excluyan, nos alejen, nos conviertan en asociales por la fuerza.
Estamos en la sociedad en la que las webs incluyen una sección llamada "lifestyle" que te dice lo que tenés que hacer para ser aceptado. Vestite así, comé esto, hacé ejercicio, comprate un iPhone. Y si no querés, todo mal con vos. Acá estamos, en un lugar en que cada una de nuestras acciones tiene que estar "a la moda", porque sino, nosotros mismos nos juzgamos.
Si te sentís así, capaz que es momento de replantearte tus creencias, tus gustos y todas las cosas que haces. Dejá de posar para la eterna foto, dejá de pensar como tuit, dejá de señalar a los demás con el "me gusta" de Facebook. Capaz que hasta te sentís mejor, y en una de esas, haces tu aporte para cambiar el mundo.

lunes, 8 de febrero de 2016

Rollos

Navegar en las redes sociales en la época estival es una proeza. Aparecen cuerpos semidesnudos, más de los que tal vez queramos ver, en la búsqueda constante de ser bellos a ojos de los demás. Bronceados, con las mejores galas, en la playa, eligiendo la selfie de moda —que ya ni sé si es la de los pies frente al mar o esa que sacamos extendiendo el brazo hacia arriba, excelente para disimular las imperfecciones y aumentar el tamaño de las tetas—.
Yo también navego por las redes sociales y subo selfies, claro está. Pero a veces me gusta analizar por qué hago lo que hago, y por qué hacemos lo que hacemos como sociedad. Y me encuentro entonces con la foto de una chica magnífica: realmente atractiva, con una cara bonita, un pelo sedoso, un bikini coral y un estómago tan metido para adentro, aguantando la respiración, que parece que tuviera una soga invisible atada la cintura.
La miro atentamente. Para mí, es una diosa. De esas chicas que sacan el aliento y dejan a todos los hombres jadeando en silencio cuando pasa caminando. Lejos está de tener siquiera un gramo de más. Sin embargo, decide sacarse una foto sentada en la playa, en bikini, y su abdomen queda expuesto. Expuesto al foco de la cámara de algún iPhone, expuesto a la mirada de los 53 likes en Instagram, expuesto a las miles de fotos de modelos de panza plana que vio en su vida.

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Cuando me siento, abajo del ombligo se me hace un rollito. No soy una mujer precisamente flaca, básicamente porque mi tipo de cuerpo no es así. También porque me gusta mucho comer helado de chocolate, y odio hacer abdominales.  A veces, cuando me pongo una camiseta un poco corta y se me ve la panza, me siento frente al espejo y observo ese rollito. Es chico, es el recuerdo de cuando tuve sobrepeso, son esos dos kilitos de más que nunca logré sacar. Y entonces, me cambio de ropa porque no me parezco a Candice Swanepoel.

***

Tenemos la soga alrededor de la cintura. Es una cuerdita chiquita que alimentamos día a día mediante la publicidad, los medios que se centran el físico de las famosas y no en su capacidad para actuar, cantar, bailar o lo que sea que hagan; que crece cuando criticamos entre amigas a una tercera por lo que se puso, cuando nos miramos al espejo y nos pensamos gordas, feas, con celulitis y granos.
Esa cuerdita, a veces, me tironea y me hace cambiarme de ropa, no comprarme ese vestido ajustado o saltearme la cena. A veces, me hace llorar por el rollo abajo del ombligo que no puedo sacar, por tener la cadera muy ancha o estrías en las tetas, todas cosas que no puedo cambiar para ser la supermodelo de cuerpo atlético y pechos turgentes. Y sé que a vos también.
¿Cuándo nos sacamos la soga?

martes, 2 de febrero de 2016

Qué mierda ser adulto

Hoy fue un día de esos malos. De esos en los que la jornada laboral es intensa, dormiste poco o mal o ambas, y cuando ya estaba saboreando mi libertad, me llama mi novio para avisarme que un caño se tapó, inundó todo y él se tuvo que ir, y otra persona me llamó para pedirme que le corrija de onda unos textos... y esa mini siesta reparadora que estaba necesitando, desapareció de mi mente.
Llegué a casa y me golpeó el olor a mierda. Sí, a mierda. No a caca, porque eso sería sutil comparado con cómo olía todo. Efectivamente, el caño que da al hueco de la escalera estaba tapado y, ante un esfuerzo sublime que le había ocasionado la pileta de la cocina, se había desbordado, dejando mugre por todo el suelo. Me armé de paciencia, hipoclorito, jabón con bastante perfume, y mocho —lo siento, sigo sin acostumbrarme a decirle Mery, mopa o como sea, en este caso, prefiero la versión gallega— y me dispuse a limpiar, a destapar, a luchar contra los arácnidos que yo sentí que me atacaban como si fuera algo personal.
Tal vez suma a todo este proceso añadir que estoy por empezar a menstruar. El desbalance emocional que genera la montaña rusa hormonal me frustró, Y suma más el útero en retroversión, posición anatómica no normal que me genera fuertes dolores. Y limpiar excesivamente no ayudaba a nada de eso: me dolía, me cansaba, y parecía que la caca desparramada por el piso no se iba a terminar más.
Pero terminé, eso es un hecho: exhausta, me di una ducha que no disfruté e intenté ir derecho a la cama. Pero di mil vueltas porque me dolía apoyarme sobre la espalda baja, y porque mi odio visceral y casi de nacimiento a los cambios de planes —más si me cambias una tarde tranquila de siesta, cocina y escribir por limpiar un caño— me puso de tremendo mal humor.
Me puse a pensar qué iba a cocinar, porque mi novio volvía a casa a las veintidós horas e íbamos a tener hambre ambos. Había unos garbanzos en remojo. Son buenos, porque tienen hierro. Puse el jueguito de cocina en la Nintendo DS, y busqué "garbanzos". Me propuso garbanzos con curry o con cordero, cuál de los dos más desacertados para una noche de febrero. Me enojé, dejé la Nintendo a un lado y me acurruqué, con frío pero sin ganas de apagar el ventilador. Me dormí unos veinte poco reconfortantes minutos en los que bruxé, y me levanté con ese espantoso dolor de mandíbula y dientes ya tan conocido. Y me puse a pelar papas.
A medida que pelaba ese primer y maravilloso papín orgánico que tenía entre mis manos, me di cuenta de que estaba enojada. De mal humor. Tensa. Respiraba agitada desde hacía, al menos, tres horas. Y eso no estaba bien, porque me estaba dejando llevar por la adultez, esa que parece que te llega cuando te tenés que empezar a hacer cargo de cosas, pero que simplemente te hace ver todo lo negativo de una mala situación. Me di cuenta de que todas las trabas que había tenido en los cuatro meses de vida independiente las había sorteado, más peor que mejor, gracias a la emoción de tener casa con reglas propias y muebles elegidos a mi gusto, emoción que tal vez ya se estaba diluyendo, dejando paso a una adulta amargada que no podía ver lo importante de tener todo lo que tenía, incluso el caño tapado. Fue un discurso muy estilo Cris Morena con resaca, pero al menos me sirvió para que se me fuera la rabia y, por un rato, no fuera más adulta.

domingo, 31 de enero de 2016

Para siempre

Una de las primeras cosas que me preguntaron cuando me hice mi primer tatuaje, allá por los 13 o 14 años —no recuerdo bien— fue si no me daba miedo que fuera para siempre. Como si algo para siempre fuera algo terrible. Con el paso del tiempo, muchas veces más me cuestionaron decisiones drásticas, grandes, pero que no necesariamente eran tan para siempre como aquel tatuaje.
Tal vez porque siempre fui muy segura de mis actos, porque tengo un poco de impulsiva y mucho de racional, nunca me dieron miedo las cosas duraderas, difíciles de volver atrás. También porque creo que todo —"menos morirse", diría mi vieja— tiene solución si encontramos que no nos gusta lo que acabamos de elegir. Hasta un tatuaje feo o escrito con faltas de ortografía. Pero me doy cuenta que, a mi alrededor, la mayoría de las personas no piensan como yo.
Veo personas muriéndose de miedo de cambiar, por si algo no resulta bien. Ya sea dejar el trabajo de oficina de nueve horas que los agota y no les llena el alma para elegir eso que si les da vida; irse a otro país porque quieren, porque les gusta, y porque sí; animarse a invitar a salir a esa persona que los mira de reojo y les tira todos los "sí" silenciosos —nótese que este fenómeno dura aún si la relación prospera, en los momentos importantes como "¿querés irte a vivir conmigo? ¿querés casarte conmigo? ¿querés tener un hijo conmigo?"—.
No sé de quién es la culpa. Está bueno decir que es culpa de la sociedad, porque así seguimos sin replantearnos ni un poco nuestras vidas. Pero la sociedad somos nosotros, cada uno de nosotros que elegimos quedarnos en el molde, no luchar, tener miedo, elegir lo fácil, querernos poco. Por eso le tenemos miedo al para siempre: porque no nos conocemos lo suficiente como para saber con certeza que queremos algo para el resto de nuestra vida, porque nos hemos vueltos cínicos y pretenciosos y rompimos el amor, la libertad y la felicidad. Y por ende, no sabemos tomar nuestras propias decisiones con seguridad, sin estar pendientes de lo que piensa el resto, sin miedos.
También es cierto que hay un grupo pequeñito de gente que está en el otro extremo —también culpa de "la sociedad"—, que son esos que hacen cualquier cosa sin pensar ni un poco. Me hago un tatuaje en el medio de la frente con el nombre de mi banda favorita porque ahora me gusta y me da igual después; me mudo de país porque hace tres días que lo vengo pensando hasta que en el aeropuerto me deportan porque ni siquiera averigüé si precisaba algo para entrar; le digo que lo amo al pibe que conocí hace un mes porque soy así de intensa en mis sentimientos, pero en un rato voy a amar a otro. Son los menos, pero de vez en cuando uno se encuentra a ese torbellino de personas a las que el para siempre no tiene ningún valor.
Somos una sociedad de extremos, ¿no? Estás los atemorizados, encerrados en el traje de oficinista y en la relación de pareja con la que solo miran series de Netflix porque no tienen ni medio tema de conversación; y los otros que se comen el mundo sin medir las consecuencias, y se rompen —y rompen a los demás—. Estaría buenísimos que no le tuviéramos miedo a las cosas que son para siempre, que supiéramos qué queremos que en nuestra vida se mantenga —el tatuaje, la pareja, los amigos, una profesión— y qué podemos tomar como aventura pasajera, como elemento temporal, aunque importante, en nuestra vida. Y así, no andar vendiendo para siempres cuando no se debe, ni andar perdiendo para siempres cuando vale la pena tenerlos.