miércoles, 27 de abril de 2016

Siesta

Aprendí a dormir la siesta los domingos a las cuatro de la tarde, en tu cama de una plaza, mientras tu hermano jugaba en la computadora y vos me enrollabas en esas frazadas antiguas de lana que tanto abrigan.
Era una siesta de panza llena de asado con fritas y de risas y de lagañas. Del calor de una familia reunida en torno a una mesa de la que yo me sentía parte a pesar de ser la más reciente incorporación. Y de tus brazos rodeándome fuerte, sin ganas de soltarme en ese poco rato que tenías antes de irte a trabajar.
Era siesta con el sol entrando por la ventana y ruido a platos que se lavaban allá en la cocina, de apoyarse el uno en el pecho del otro y acompasar la respiración mientras los pies se daban calor mutuamente.
No duraba más de treinta o cuarenta gloriosos minutos en los que la paz se apoderaba de esa cama pequeña que se nos hacía grande de tanto querer juntarnos. Paz de aflojar la mandíbula y despertar babeados, somnolientos y apretados.
Ahí aprendí yo a dormir la siesta.


Aunque capaz que ya sabía dormir la siesta, pero esta era otra siesta.

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