sábado, 20 de junio de 2015

¡Auxilio!

¡Cómo cuesta pedir ayuda! Es una simple palabrita -el idioma la hizo corta, encima-, pero se te queda enredada entre las cuerdas vocales, entre las papilas gustativas, meditándose entre las caries de las muelas del juicio, si es que las tenés.
Pedir ayuda es una tarea titánica, al menos para mí, que tengo el ego lo suficientemente grande como para creer que puedo con todo; y la empatía suficiente como para no querer joder a nadie con mis problemas, porque siempre pienso "seguro que tiene los suyos propios". Tanto me cuesta, que a veces rechazo la mano extendida, esa mano que ya vio de antemano lo que necesitaba sin que yo lo pidiese. Ni así, che...
Creo que lo mío es un problema, porque a veces genera una barrera entre mí misma, mi problema en concreto y los demás: esos entes diferentes a mí -aunque de la misma especie- que, por alguna extraña razón, me quieren. Entonces, las cosas se ponen jodidas: a nadie le gusta ser rechazado, y muchos menos cuando está ofreciendo ayuda.
Pero dejémonos de diatribas innecesarias: creo que toda la sociedad tiene miedo de pedir ayuda. El individualismo por el que tanto abogamos nos fue matando, dejando atrás el instinto de cooperación que todas las especies vivas tienen: hasta las abejas ayudan a las flores, y viceversa. Como sociedad desviada que somos, construimos un sistema en el que vale el "solo importo yo", y por ende también construimos vínculos egoístas en los que la ayuda no es una opción. Entonces ahí vamos: clamando por lo bonito que es poder hacer lo que se me antoja y que se me respete como individuo (que no digo que no sea importante), y quedándonos cada vez más solos.
En esa dinámica de conseguir los objetivos propios, de crecer uno, de ganar, en esa historia del goleador que ya no pasa la pelota porque es la estrella, ¿quién carajo va a pedir una mano? No muchos están dispuestos a sacar algo de su tiempo para dárselo a otro, y menos si eso significa que a la otra persona le va a ir mejor. Entonces, ¿para qué pedir ayuda?
Nos hemos acostumbrado a ser una sociedad plana, vacía; de vínculos chatos, porque no se puede pedir que algo funcione si no damos espacio a las cosas realmente importantes, y una de las más importantes es pedir ayuda.
Cuando uno pide ayuda, se libera. No solo es la cuestión de si el otro soluciona o no el problema; a veces, es la descarga emocional de comentarlo, esa sensación de liberación que te infunde fuerzas para enfrentarte a lo que venga. Pero además, uno pierde otra cosa más: el ego. Cuando decimos "¡auxilio!" le estamos diciendo al otro que lo necesitamos -ergo, nuestro orgullo debe desaparecer-; pero también que confiamos en esa persona -tenemos que demostrar sentimientos también, algo a lo que poco estamos acostumbrados...-.
Por eso, pedir ayuda, cuesta, tranca, es difícil. Pero, ¡qué bien iría el mundo si todos aprendiéramos a decir más seguido "no puedo", "no sé", "ayudame"!

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