martes, 23 de junio de 2015

Sexo

Un beso. Y dos y tres y cinco. Una sonrisa con los ojos entrecerrados. Una mano que rodea la cintura y apreta mi cuerpo curvo y suave contra el suyo, firme.
Más besos. Manos que se apoyan en la mejilla, en el cabello, en el hombro. Se deslizan hasta la cadera, vuelven a subir, ven un botón. Desabrochado uno, dos, tres... La camisa abierta, el tejido de encaje negro deja entrever sensualidad. La mirada baja, la mano recorre, sujeta con firmeza, pellizca.
Ropa cae. Uno, dos, tres, cuatro. Se trancan los zapatos, las miradas. Las manos se desesperan. Cinco, seis, siete. La cama.
Las bocas se buscan, eligen el cuello, las mejillas, la frente, la nariz y de nuevo los labios. Las respiración se entre corta y bajo a recorrer con besos: el pecho, los brazos, la panza. La mano firme vuelve a jugar con mi pelo, lo sujeta, lo enreda, lo saca de mi rostro para verme mejor. Beso y beso, y la mano dirige mis besos. Subo y vuelvo: el cuello, las mejillas, los labios...
Miradas fijas. Manos que se buscan, se entrelazan, buscan piel, proximidad. Un dedo recorre una boca, una lengua. Todo es tan opuesto, y su oposición se mete en mí. Y cierra los ojos, se muerde los labios. La mano firme ya no toca, agarra: quiere todo al mismo tiempo. Y me mira, directo a los ojos. Y solo puedo pensar en la mano en la cadera, y en la firme convicción de que necesito estar más cerca de su cuerpo, aunque eso ya parezca imposible.
Me recuesto sobre su pecho. Tiemblo. Tiembla. Movimientos exactos, certeros, conocidos. Vacío, negro, nada.
Abro los ojos. Está ahí.

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