domingo, 5 de julio de 2015

Cazados

Juan y Nuria se casaron por iglesia, pero eran tres. No es que la cosa se haya puesto muy liberal, solo que la familia de ella no aceptaba un bombo sin pasar por el altar.

***

Él le había dicho que la amaba solo a ella. Pero de noche, cuando deseaba dormirse abrazada a él, solo tenía una almohada como compañera, y él a su mujer.  
Se habían casado muy jóvenes, se habían puesto de novios con 16 años y la rutina y el cansancio habían apagado el amor. A ella la había conocido en el trabajo donde, en el estrés del día a día, estaba su sonrisa para calmarlo. Eso le contaba en las tardes de café previo al mensaje de rigor avisando que "había mucho trabajo" e iba a llegar tarde a casa.
Los días pasaban entre promesas de vacaciones juntos y de noches de mimos, pero el día nunca parecía llegar. "No encontré un lugar dónde mudarme solo", "el padre de ella está muy enfermo y no es el momento". Ella lo justificaba antes las pocas amigas que sabían que salía con un hombre casado, pero sobre todo, lo justificaba ante sí misma, su angustia y su consciencia. Mientras no llegara el momento, ella tenía sus besos furtivos y su promesa de amor verdadero, porque ella no era como la bruja de su mujer, que rezongaba por todo y nunca quería sexo.
Hasta que el día llegó: con lágrimas en los ojos, él le dijo que no la merecía y que se iba a quedar con su mujer. Y ella lloró y lloró, maldijo y lo odió. Muchos años después, se dio cuenta de la verdad: nunca había sido, ni siquiera, una segunda opción.

***
No llegues tarde a casa. No salgas con tus amigos. No te vistas así. No comas con la boca abierta. No dejes la cama destendida. No digas malas palabras adelante de tus hijos. No tomes otra cerveza. No escuches esa música. No mires esa tonta película de acción. No me digas que tu madre cocina mejor que yo. No mires otras mujeres. No me digas la verdad. No me mientas. No me beses. ¿Por qué no me besas? ¿Acaso ya no me amas?

Ella no era así cuando me casé.

***

Cuando llegaba a casa, aprontaba el mate y se servía tres galletas malteadas. Él ya estaba en su posición preferida: sentado en calzoncillos en el sofá.
No le preguntaba si quería mate, ni cómo le había ido en el trabajo. No le preguntaba nada. Veían el informativo en silencio, ella comentaba algún policial y él la mandaba a callar en los deportes.
Se levantaban, él hacia el baño (a cagar) y ella a la cocina (a cocinar). La cena transcurría con el sonido de la telenovela, y la cama era un lecho cuyo único amor era la gran pantalla, que unía y desunía a la pareja con su programación.

Lejos estaban los días de cine, helado en una noche de invierno o besos apasionados en el colchón. La convivencia los había matado.

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