domingo, 26 de julio de 2015

A nadie le gustan las historias felices

Venimos al mundo creyendo que nuestra finalidad es ser felices. Nuestros padres, las películas de Disney y Coca-Cola nos lo metieron en la cabeza.
Y la felicidad puede tener muchas formas: para algunos, es encontrar el amor. Para otros, el éxito, el dinero, el suntuoso placer del lujo. Los más zen te dicen que la felicidad está en el camino, en las cosas pequeñas...
Felicidad puede haber mucha y de maneras muy diversas, y por ende, debería sobrar para que todos fuéramos, al menos, un poquito felices. Pero parece que en el mundo las cosas no funcionan así: la gente no quiere que le cuentes historias felices.
Es como si el hecho de que le dijeses a alguien de tu propia felicidad significara que le estás robando parte de la suya propia. Como un bien finito, que se extrae de las minas más recónditas del mundo, muy preciado y valioso por su difícil obtención y no por el bienestar que genera, contar que uno es feliz parece un pecado.

***

Reunión de amigos. Él, muy emocionado, decide contarles la novedad:
-¡Me voy a casar!
Silencio. Se miran. Lo felicitan, dudosos.
-¿Estás seguro de lo que vas a hacer?- dice uno.
-Sí, porque al principio todo es color de rosas, pero la convivencia mata la pasión...- añade otro.
-Pero yo estoy enamorado de Julia...- dice él, desconcertado.
-Sí, pero te casas. Ya no nos vamos a ver tanto, y al final, un día, no se van a bancar más y te vas a separar. Porque es así, el amor tiene una fecha de caducidad.

Ese día, él volvió a casa cabizbajo, convencido de su decisión pero infeliz con ella.

***

Y así, a nadie le gustan las historias felices. Esas queman: al ego, a la envidia, al fracaso. La felicidad ajena duele en lo más profundo de la maldad humana, porque ahí somos tan avaros que la queremos toda para nosotros.
Como si ser feliz fuera un tema de competencias. Y como si, en un mundo tan extenso como este, no hubiese suficientes oportunidades para que todos seamos felices. Al menos, durante los cinco minutos que dura una canción, las tres horas de reunión familia o la milésima de segundo en que miras por primera vez a los ojos al amor de tu vida.

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