lunes, 31 de agosto de 2015

Hogar

Cuando llegué a la que había sido mi casa durante quince años, me pareció extraña. Había vuelto con la intención de que fuera un lugar de paso, y tal vez fue eso lo que me hizo sentirme así. Ya no estaba la magia del corredor de entrada, dónde supe jugar y dar mis primeros besos; mucho menos una habitación que fuera completamente mía, y con eso me refiero a sentir que estaba llena de mis cosas, no tanto por los muebles en sí sino por ser un fiel reflejo de mi personalidad. El único gesto que amablemente habían tenido conmigo era la Desiderata colgada de la pared.

La casa estaba llena de cosas: recuerdos de un pasado mejor de un matrimonio de medio siglo, acumulados para "las visitas" o "esa ocasión especial": pilas de copas y de vajilla de lujo. Objetos abandonados de los emigrantes de la familia, desde casettes de folcklore uruguayo de mi padre hasta libros de autoayuda de mi madre, así como también alguna que otra herramienta de mi tío.

Eso no ayudaba a la situación. La casa no era de nadie, y era de todos. No era una casa, era un depósito en el que se conjugaban la ex cama de mis padres, mi equipo de audio Technics y la antigua cajonera de mis abuelos. Si rebuscabas un poco, había libros sobre mecánica e Iluminatis, García Márquez y Harry Potter.

No era mi hogar, pero creo que no era el hogar de nadie. Era una sombra de aquello que fue, porque los cajones del mueble de la cocina estaban chanfleados y al patio le faltaban algunas baldosas. Por momentos, sentía que podía volver la vista atrás y sentirme como hacía quince años, al oler el perfume de las rosas de los canteros o al sentir a las cotorritas del árbol de enfrente conversar cada mañana de domingo. Pero la mente se me confundía porque me sentaba en el sillón del comedor y, de repente, estaba en la casa de balneario, porque ese mueble pertenecía ahí; pero no, estaba en el Prado, en la casa sin dueño.

El día que conoció mi habitación, le llamó la atención que no tuviera nada en las paredes blancas, tan impersonales como yo había decidido que fueran. Hacía más de dos años que vivía en la casa de paso, pero la vida había dado muchas vueltas y parecía un lugar en el que podía llegar a pasar mucho tiempo más. La desilusión por no haber logrado mi objetivo y la desazón que me provocaba todo aquello que parecía tan ajeno a mí, no me permitía ni siquiera esforzarme en intentar darle personalidad a ese armario anodino y ese escritorio prestado.

Me iba a quedar, pero sin ponerle el más mínimo empeño a que, al menos mi habitación, pareciera mi hogar. No estaba dispuesta, aunque ya no me quedaran casi esperanzas, a aceptar como hogar algo que no sentía, a bajar los brazos en la búsqueda de esa casa que, más que una edificación, fuera mi fortaleza, ese lugar seguro a donde volver y acurrucarse con una manta y un buen libro en el sofá.

Parecía increíble pero, tres años después de haber vuelto a buscar mi hogar, parecía haberlo encontrado al lado de aquella persona que alguna vez me hizo notar que esa casa no era mi lugar.

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