viernes, 1 de mayo de 2015

Relatividad

La relatividad del tiempo es un concepto maravilloso. Hay momentos en que la vida parece pasar muy muy despacio, y los frames de cada imagen que llega a nuestra retina parece casi que congelada. No quiero usar este tópico, pero allá va: las manecillas del reloj permanecen en el mismo lugar. Sin embargo, hay etapas en las que pulsamos el botón de Fast Forward y la vida corre rápido: hay muchos sucesos, uno tras otro, que no te dejan tiempo a respirar, a pensar ni a sentir.
En un principio creía que el tiempo malo es el que pasa lentamente, como una epifanía dolorosa y karmática. Luego, me di cuenta que podemos ser felices en un reloj parado o infelices en una vorágine.
El tiempo es relativo, sí, señor. Y más si miramos al pasado. Hay momentos que parecen durar siglos aún teniendo de ellos pocos recuerdos, y tiempos fugaces, concentrados. La vida es desigual en nuestro tiempo, con años que duran 732 días y otros que apenas llegan a 50. El tiempo biológico se podrá medir en vueltas de la Tierra al sol; pero el emocional es personal, único e intransferible.

***

Yo tenía el tiempo lento. Hacía unos meses que la vida se había calmado: en ella no había emociones ni ilusiones. Solo simple rutina. La vida pasaba entre obligaciones y libros, clases y risas con amigos. Simpleza positiva en una vida llena de tormentas, pero poco acostumbrada a la calma casi rural de la vida acomodándose en un sitio pacíficamente.
Pero ese sábado comenzó a agitarse. El tiempo seguía corriendo lento, descolorido; pero mi mente tal vez percibía que todo podía llegar a cambiar. Ella, siempre jugando juegos funestos, me ocultó el nerviosismo en el candor de las cosas: una buena comida, una conversación por teléfono, una siesta. Me desperté casi sobresaltada por la hora, y apenas me dio tiempo a cepillarme los dientes: había prometido puntualidad, ya habría tiempo para otro caos.
Fueron dos horas verdes. Dos largas horas que parecían no pasar más, mientras él hablaba de música y yo callaba. Supe que él necesitaba hablar, y dejé simplemente que mis ojos observaran los árboles y su perfil, la campera de cuero y el viento que me daba frío y arremolinaba las hojas y flores primaverales. Ya me tocaría a mí, y él sabría cumplir, sin dudarlo ni un segundo, su papel de oyente. Sonreí tímidamente a sus pocas miradas, me decepcioné ante ese beso que no venía. Y tuve más frío.
Todo había sido lento, pausado. Pero se convirtió en inconmensurablemente eterno ya en el final del recorrido, junto al muro de mi casa. No hubo siquiera movimiento: fueron fotos. Fotos de dudas, de miedos, de inseguridades, de vergüenza.
La fotografía final aceleró el tiempo.

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