domingo, 29 de noviembre de 2015

Soy gorda

En ese momento en que los niños son crueles, yo era la gorda. También era la nerd, pero eso parecía no importarme porque no sentía realmente un insulto eso de querer leer y aprender. Sin embargo, que me dijeran gorda me molestaba soberanamente, sobre todo porque yo no me veía así. Era la más alta de la clase —incluso más que mis compañeros varones— y tenía una espalda ancha. Pero según el médico, para mi tamaño, estaba en mi peso perfecto. Y para mis ojos que ya se miraban con detalle en el espejo, también. No lo recuerdo muy bien, pero creo que de niña me consideraba linda.
Tal vez en el único momento en que me salvé de esa brutal palabra que descalifica y lastima, fue cuando pegué el estirón y era una adolescente flaca y alta, sin gracia alguna porque el desarrollo propio de la edad aún no había venido a mí, y mi cuerpo se asemejaba más al de un compañerito de secundaria que al de formas redondeadas que ostentaban mis amigas. Cuando mis caderas se ensancharon bastante y el pecho creció más de lo que yo hubiese deseado, volví a ser gorda. 
Lo cierto es que, gorda gorda, solo estuve una breve etapa de mi vida, que poco después decidí terminar de formas poco saludables pero efectivas. Sin embargo, soy y seguiré siendo gorda. 
No es un tema de peso ideal, de salud, de sentirse bien. En este mundo, se puede ser gorda dentro de tu peso perfecto, porque la gordura es una actitud. Yo soy gorda porque como cuando tengo hambre, y no me privo de unas papas fritas si tengo ganas; soy gorda porque no tengo los abdominales marcados o peso diez kilos menos de lo que debería, y luzco más como las llamadas modelos plus-size, que verdaderamente —y como yo— no están ni cerca de ser una XL, pero tienen una caja torácica y un trasero dignos de una L. Pero sobre todo, creo que soy gorda porque a esta sociedad le molesta que le digas que te sentís bien como sos. 
Estamos en un mundo competitivo, en el que es común que tengamos la autoestima baja, en el que nos cuentan todo el tiempo que tenemos que ser como esa modelo perfecta —a base de Photoshop— sin vello, sin estrías, sin celulitis, sin un gramo de grasa. Nos cuentan eso para vendernos productos antiacné, antiarrugas, antivida feliz. Como si esa modelo que pasó por la herramienta Liquify, a la que se le retocó el pelo fuera de lugar y se le sacó la mancha de nacimiento, no fuera bella antes de todo eso. Como si la belleza fuera la perfección, y como si la perfección fueran unas costillas marcadas o unos abdominales duros como roca bajo unas tetas firmes, redondas y enormes. Por eso soy gorda: porque no soy perfecta, pero tampoco vivo a dieta o paso adentro del gimnasio para lograrlo, porque me salgo del sistema sintiéndome atractiva incluso con el grano que tengo en la mejilla y que decido no tapar. Soy gorda porque mi llegar al verano es comenzar a disfrutar del helado mientras esté saludable, y mirarme al espejo sabiendo que hay cosas que no me gustan —y algunas las puedo cambiar y lo hago, con calma y sin prisa—, mientras otras sí, pero recordando siempre que este cuerpito que el mundo me hace creer que es gordo es tan solo un instrumento donde cargar toda mi felicidad.

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