martes, 28 de julio de 2015

Enamorarse

Tal vez yo soy muy radical. Y después de dar muchas vueltas sobre si escribir o no, acepto los palos que vengan ante mi pensamiento: creo que el término "enamorarse" está sobrevalorado. Día a día, nos enamoramos: de cosas, de gente, de películas. Amamos todo, tal vez copiando al idioma anglosajón.
En un mundo que va rápido, las relaciones corren más. Parece que todo tiene que ir bien: la gente esconde las citas fallidas, las relaciones infructuosas, el fracaso amoroso. Si no te enamoras de la persona de turno, algo está mal en tu vida. 
Y entonces, el amor se banaliza. 

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Entonces, un día estás tomándote un helado con ella, y todo va bien pero no te estás planteando mucho si la relación va en serio o no, si esto da para seguir, si vas a presentarla en la casa de tus padres. Y ella te planta un "te amo". Así, rotundo, dudoso pero seguro al mismo tiempo. No sabes qué hacer, y por los nervios contestas un tímido "yo también". Y entonces, inmediatamente, pasas a estar enamorado de alguien que no, que todo bien, pero no. 

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A veces te entusiasmas. Salís con alguien una, dos, tres veces. Todo va bien. Estás contenta. Todo parece ir bien, y eso te alegra. Después de aquella decepción amorosa con aquel chico, todo parece volver al lugar que debe: encontraste el amor. 
Eso te decís. Eso le decís. Eso les decís. Hablas de él, de sus virtudes. No ves nada más que a él, a su idealidad, a todo lo que lo rodea en un halo de inexplicable perfección. Estás enamorada, te dicen todos. 
Y un día, te caes de la cama. 

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Otras veces te enamoras porque la sociedad lo dice: porque si llevas más de X tiempo en una relación, para seguir tenés que estar enamorado; porque te trata bien y es buena persona, entonces tenés que estar enamorado; porque sino, ¿para qué salís con esa persona?
La lista de "tenés que" sigue ad infinitum

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Enamorarte, de verdad, te enamoras una sola vez en la vida. Capaz que no funciona. Capaz que sí. Pero solo vas a dejar que una persona entre como un vendaval, rompa esquemas y muros, y te permita darle todo de vos, sin importar sus defectos, sin medir sus virtudes, sin pensar tanto. 
Solo una vez se te va a dar vuelta la vida parado frente a alguien. Solo una vez te va a temblar la comisura de los labios cuando esa persona te mire a los ojos, se te va a acelerar el corazón esperando en una esquina su llegada y vas a sonreír al pensar en cómo serán cuando estén jubilados, viejitos y desdentados. 
Capaz que no es el primero, ni el segundo, ni el tercero. Probablemente, esa vez llegue cuando haya paz en tu vida. Cuando no lo esperes. Cuando creas que ya no te vas a enamorar. Cuando no estés esperando enamorarte. Cuando estés enamorado de vos mismo, de tu vida, de tus planes y de todo, y no necesites estar enamorado del amor. 
Ahí te vas a enamorar de alguien. Y eso, solo pasa una vez.  

domingo, 26 de julio de 2015

A nadie le gustan las historias felices

Venimos al mundo creyendo que nuestra finalidad es ser felices. Nuestros padres, las películas de Disney y Coca-Cola nos lo metieron en la cabeza.
Y la felicidad puede tener muchas formas: para algunos, es encontrar el amor. Para otros, el éxito, el dinero, el suntuoso placer del lujo. Los más zen te dicen que la felicidad está en el camino, en las cosas pequeñas...
Felicidad puede haber mucha y de maneras muy diversas, y por ende, debería sobrar para que todos fuéramos, al menos, un poquito felices. Pero parece que en el mundo las cosas no funcionan así: la gente no quiere que le cuentes historias felices.
Es como si el hecho de que le dijeses a alguien de tu propia felicidad significara que le estás robando parte de la suya propia. Como un bien finito, que se extrae de las minas más recónditas del mundo, muy preciado y valioso por su difícil obtención y no por el bienestar que genera, contar que uno es feliz parece un pecado.

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Reunión de amigos. Él, muy emocionado, decide contarles la novedad:
-¡Me voy a casar!
Silencio. Se miran. Lo felicitan, dudosos.
-¿Estás seguro de lo que vas a hacer?- dice uno.
-Sí, porque al principio todo es color de rosas, pero la convivencia mata la pasión...- añade otro.
-Pero yo estoy enamorado de Julia...- dice él, desconcertado.
-Sí, pero te casas. Ya no nos vamos a ver tanto, y al final, un día, no se van a bancar más y te vas a separar. Porque es así, el amor tiene una fecha de caducidad.

Ese día, él volvió a casa cabizbajo, convencido de su decisión pero infeliz con ella.

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Y así, a nadie le gustan las historias felices. Esas queman: al ego, a la envidia, al fracaso. La felicidad ajena duele en lo más profundo de la maldad humana, porque ahí somos tan avaros que la queremos toda para nosotros.
Como si ser feliz fuera un tema de competencias. Y como si, en un mundo tan extenso como este, no hubiese suficientes oportunidades para que todos seamos felices. Al menos, durante los cinco minutos que dura una canción, las tres horas de reunión familia o la milésima de segundo en que miras por primera vez a los ojos al amor de tu vida.

jueves, 16 de julio de 2015

Gracias, Onetti

No habían discutido. Ninguno de los dos tenía la personalidad necesaria como para gritar de ira, de bronca, de enojo. Pero el silencio en la cama era más que suficiente para saber que las cosas no estaban bien. Sus piernas no estaban entrelazadas, ni sus manos tomadas. No se miraban.
Ninguno sabía muy bien lo que pasaba: ella estaba acostada sobre su espalda, él dormitaba. Afuera, el frío quemaba la piel, pero el hielo parecía haberse colado entre las sábanas.
Pensaba, y el corazón se le agitaba, dando golpes contra la caja torácica, quejándose. Se levantó. Buscó el consuelo en el agua caliente, y mientras las gotas caían sobre su cuerpo, los pensamientos no cesaron, sino más bien todo lo contrario: parecían retumbar sobre los azulejos del baño. La angustia se apoderó de ella, pero le era imposible llorar: ya había demasiada humedad en el ambiente como para sumarle un poco más. Se vistió apresuradamente y fue a la habitación predeterminada a ponerle punto final a algo que, desde hacía diez minutos, ella consideraba que jamás debía haber empezado. Pero lo encontró dormido y se tuvo que morder la lengua.
Eligió al azar de entre uno de los libros nuevos que se había comprado y se dispuso a leer, envuelta en una manta, en el sillón del living. "Los adioses" de Onetti. No pudo pasar de la primer página: la dedicatoria rezaba "A Idea Vilariño". Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Volvió hasta la habitación dónde él estaba acostado, en algo que le pareció una eternidad, deseando a cada paso que daba no acabar siendo un ser como Onetti. Recordó la historia de Idea y él: él casado, ella soltera. Ambos difíciles, con varias parejas, con las locuras propias de un escritor. Pero siempre volvían al punto de partida: en el momento más oscuro allí estaban, para aferrarse a ellos mismos, al sexo, al vino, al amor. Pero Onetti no se la jugó por Idea: siguió en la fácil, buscándola cuando la necesitaba, alejándola después; y finalmente, arrepentido en una cama de un hospital, por todo lo que no hizo.
Idas y venidas, arrepentimiento, dolor, daño. ¿Eso era amor? Puede que sí, pero no era el amor que ella elegía. Su amor tenía que ser más puro, sano, sin reproches ni rencores, sin tristeza. No había lugar para ser Onetti, no podía dejar que él se dejara pasar por arriba, no podía aprovecharse de su amor.
Se sentó al borde de la cama y lo miró dormir, con el alma agitada aún, pero con la convicción de que era el momento para comenzar a hacer las cosas bien. Él abrió los ojos.
-¿Hay lugar para mí en la cama?- le preguntó.
Él se apartó en silencio, se acomodaron entre las sábanas y se abrazaron sin mediar palabra. No hizo falta nada más para entenderse, para aceptarse y para amarse, si eso era posible, un poco más.

domingo, 12 de julio de 2015

Oda a las barbas

Otrora símbolo de barrios bajos, hoy son moda. Los revolucionaros, los hipster y los pichis comparten este rasgo común.
Mientras Jon Snow siga siendo el hombre por el que las mujeres se babean, otros cientos de miles que no tienen su sex appeal van a intentar llevarla. Hasta que un día, se ponga de moda un carilindo lampiño y los barbudos vuelvan a ser los sucios impresentables de siempre.
La barba es útil en muchos sentidos. En muchos casos, es el equivalente al maquillaje femenino: tapa las imperfecciones. Un poco de acné, un cambio a la forma del rostro, unos labios feos o una mandíbula pequeña pueden ser disimulados con la barba, pero hay que saber qué tipo funciona con cada problema: desde la barba candado hasta el estilo amish, la base de maquillaje o el smokey eyes masculino.
Pero más allá del sentido estético, las barbas son maravillosas: sirven para sacar tema de conversación, como elemento recordatorio del aroma de una mujer, para perder el tiempo -cuidándola, afeitándola suavemente, poniéndole aceites esenciales...-, como elemento de apoyo al pensador, y hasta como elemento decorativo donde poner flores.

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Mi experiencia con las barbas

Nunca estuve con un hombre sin barba. Siento, de alguna forma extraña, que un hombre imberbe es un pre-púber, y yo una maldita pedófila. Y no, termino por declinar a la oferta. Más allá de mi problema mental, la barba tiene un sentido para las mujeres -al menos para las que, como yo, la amamos-.
Cuando la barba es espesa, es un lindo lugar para acariciar en días de estrés: hundir la mano en la barba ofrece al mismo tiempo calma para el que recibe el mimo como para la que mima. Además, detrás de una barba espesa siempre habrá un lugar dónde esconderse del mundo y llorar, dejando las gotitas enredadas.
Si termina por ser demasiado larga, un beso puede ser toda una odisea, donde los vellos se te meten en la nariz y en la boca. Pero cuando el beso es más abajo, esta aporta un toque particular al mundo de sensaciones.
La barba corta -esa cosa de la que ya ni me acuerdo- pincha un poco, ¡pero qué lindo es cuando, después de un chuponeo pasional, te termina picando todo el labio superior. En esos casos, es como una lija exfoliante, y encima viene de regalo con un pibe lindo. Sexo y piel linda en un combo especial.
Y si hace días que no se afeita y lo cazas mirando de reojo la cola de otra, le podés pegar un tironcito en la barba, que seguro nota quién manda en la relación.


miércoles, 8 de julio de 2015

Putas

Puta no es la que trabaja en la calle. Puta sos vos. 

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Sí, vos. Sos puta si un día saliste de minifalda, si te compraste lencería hot, si le chupaste la pija a algún tipo al menos una vez en tu vida. 

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¿Por qué sos puta? Por la doble moral. 
Esa de una sociedad hipersexuada, la de las modelos de Victoria's Secret tirando besos a la cámara y los anuncios de vaqueros que simulan una violación. 
Esa sociedad llena de hombres que quieren una mujer hermosa, sensual y sexual, que les cumpla todas las fantasías, que les sirva, que se entregue a todo lo que ellos quieren sin reproches, sin pedidos, sin peros. 

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Si aceptas, sos puta. Nadie te lo va a decir a la cara, ¡qué coraje! Porque no, entre las sábanas está mal insultarte mientras cumplas con tu parte. 
Lo van a hacer después, con sus amigos, a escondidas, bien lejos. Les van a contar lo que hiciste como si fuera algo denigrante, como si ellos no hubiesen participado del ritual. Una mezcla de placer, orgullo y asco les va a llenar la boca de palabras de cuatro letras insultantes. 
Sí, pasaron bien. Sí, repetirían. Pero en el fondo, les das asco: saben que su semen no es el primero que tragas. Y eso les molesta en el orgullo. 

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Ellos quieren una nena bien para casarse. No pueden llevarte a vos el domingo al mediodía a casa, porque seguro que su mamá -¡que bien santa es!- puede detectar el aroma a hembra bien cogida que tenés. 
Necesitan a la chica linda, tímida, medio bobalicona. Esa que no se entera, que no entiende, que no se da cuenta de que la estás jodiendo. A esa llevarán con orgullo al hogar, la presentarán a su familia en un té de sábado a la tarde en la casa de la tía Nilda, y la cornearán cinco o seis horas después con la primer puta que se crucen en el bar. 

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Si decís que no, sos puta.  
Sí, claro, ya lo hablamos: ellos buscan a la chica puritana. Pero esa ya la conocen, probablemente de la secundaria o la facultad, saben cómo es, le tienen echado el ojo y la galantean cortesmente. A ellas se les permite el no, el esperar, el estar preparada o el "hacer el amor" con la luz apagada y pocas ganas. 
Pero si te lo cruzas en un ambiente de alcohol, música alta y fiesta, el decir no te convierte en puta. Porque, en el ideario colectivo, si estás ahí es porque "estás necesitada". Y, por ende, no se puede decir no. Y no querés ser calificada de puta, ¿verdad?

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Hagas lo que hagas, vas a ser una puta. Así que, mi consejo es que te lo tomes con calma. 

domingo, 5 de julio de 2015

Cazados

Juan y Nuria se casaron por iglesia, pero eran tres. No es que la cosa se haya puesto muy liberal, solo que la familia de ella no aceptaba un bombo sin pasar por el altar.

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Él le había dicho que la amaba solo a ella. Pero de noche, cuando deseaba dormirse abrazada a él, solo tenía una almohada como compañera, y él a su mujer.  
Se habían casado muy jóvenes, se habían puesto de novios con 16 años y la rutina y el cansancio habían apagado el amor. A ella la había conocido en el trabajo donde, en el estrés del día a día, estaba su sonrisa para calmarlo. Eso le contaba en las tardes de café previo al mensaje de rigor avisando que "había mucho trabajo" e iba a llegar tarde a casa.
Los días pasaban entre promesas de vacaciones juntos y de noches de mimos, pero el día nunca parecía llegar. "No encontré un lugar dónde mudarme solo", "el padre de ella está muy enfermo y no es el momento". Ella lo justificaba antes las pocas amigas que sabían que salía con un hombre casado, pero sobre todo, lo justificaba ante sí misma, su angustia y su consciencia. Mientras no llegara el momento, ella tenía sus besos furtivos y su promesa de amor verdadero, porque ella no era como la bruja de su mujer, que rezongaba por todo y nunca quería sexo.
Hasta que el día llegó: con lágrimas en los ojos, él le dijo que no la merecía y que se iba a quedar con su mujer. Y ella lloró y lloró, maldijo y lo odió. Muchos años después, se dio cuenta de la verdad: nunca había sido, ni siquiera, una segunda opción.

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No llegues tarde a casa. No salgas con tus amigos. No te vistas así. No comas con la boca abierta. No dejes la cama destendida. No digas malas palabras adelante de tus hijos. No tomes otra cerveza. No escuches esa música. No mires esa tonta película de acción. No me digas que tu madre cocina mejor que yo. No mires otras mujeres. No me digas la verdad. No me mientas. No me beses. ¿Por qué no me besas? ¿Acaso ya no me amas?

Ella no era así cuando me casé.

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Cuando llegaba a casa, aprontaba el mate y se servía tres galletas malteadas. Él ya estaba en su posición preferida: sentado en calzoncillos en el sofá.
No le preguntaba si quería mate, ni cómo le había ido en el trabajo. No le preguntaba nada. Veían el informativo en silencio, ella comentaba algún policial y él la mandaba a callar en los deportes.
Se levantaban, él hacia el baño (a cagar) y ella a la cocina (a cocinar). La cena transcurría con el sonido de la telenovela, y la cama era un lecho cuyo único amor era la gran pantalla, que unía y desunía a la pareja con su programación.

Lejos estaban los días de cine, helado en una noche de invierno o besos apasionados en el colchón. La convivencia los había matado.