Un día te salvé de dragones, y eso que no estaban en mi cama.
Te salvé en una suerte de rocambolesco affaire entre la literatura clásica y el cine de ciencia ficción; con trenes que se estrellan en la estación y besos de película.
Te salvé de ese dragón negro, grande y feo. En mi cabeza, me arriesgué por vos, te puse por delante porque me importás. Yo fui la superheroína de un cuento con final feliz, porque últimamente las historias románticas no me venían saliendo muy bien.
Te salvé de ese dragón que echaba fuego por la boca y representaba todos mis miedos, todas mi inseguridades, todas mis angustias. Te salvé del pasado, de la locura, de lo que otros hicieron, de la historia de mi familia, de mi personalidad cruel e inventada que hablaba para herir y no se correspondía con la realidad.
Un día, en mis sueños, te salvé de dragones que te tenían preso, cautivo. No podías escapar de ellos, porque también eran tus miedos y tus dudas.
Un día, con los ojos bien cerrados, mi imaginación convirtió todo en dragones. Con valentía me enfrenté a ellos para que, al despertar, no se vinieran con nosotros a la realidad.
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