Cuando mi cuerpo dejó de ser el de una niña, sentí inmediatamente el golpe duro de la mirada deseosa masculina: frontal, casi violenta, cargada de pensamientos que, en ese entonces, me parecían terribles para mi mente aún infantil.
Mi solución, lejos de mostrar las piernas o el escote como hacían el resto de compañeras de mi edad que buscaban despertar todo ese mar de testosterona, fue esconder todo rastro de femineidad y sexualidad.
Me avergonzaba tener un cuerpo atractivo. En mi mente adolescente, eso significaba que nadie se iba a fijar en mi inteligencia, y por ende, que cualquier relación que tuviese iba a ser infructuosa luego de que se apagara la pasión.
Y así crecí: en un mundo donde todas eran más lindas que yo, donde yo solo era la amiga inteligente y simpática. Nadie sabía qué había detrás de esa camiseta de Nirvana dos talles más grande y el pantalón que intentaba esconder una cadera redondeada, pero a nadie parecía importarle averiguarlo.
Mi autoestima mermó. Ya no quería ser deseada por mi mente, sino por mi cuerpo. Veía a las chicas que lucían unas piernas espectaculares en minifalda, y me odiaba por no poder hacer lo mismo. No me sentía cómoda en el rol de bomba sexual, pero parecía ser la única forma de atraer a los hombres.
Un día, me destapé. Me maquillé, me compré una minifalda y una blusa escotada. Y me sentí, por primera vez desde que era mujer -o desde que creía que lo era-, deseada. Los hombres me miraban. Sí, ninguno lo hacía a los ojos, pero me prestaban atención. Me querían. Me buscaban. Me hacían sentir una reina. O eso creía.
La historia siguió unos años. Años de pasar frío en la entrada de las discotecas, y un calor tibio en las camas de hotel. Años de historias infructuosas a las que temía con 13, años de buscar amor en hombres que no sabían cómo los miraba.
Y un día me di cuenta de algo tan simple como que podía ser linda e inteligente, y me podían admirar por ambas por igual. Que lo esencial es invisible a los ojos, como bien decía el Principito, pero que por algo tenemos dos, y es para mirar.
Y entonces, me quise. Con mi cadera ancha y mi pancita. Y me compré vestidos lindos y Converse de colores; pero también libros. Y hablé con pasión de maquillaje y de política. Y entonces, conquisté un montón de hombres que me admiraron como si fuese única en el mundo, cada uno a su manera, cada uno con su enseñanza. Y entonces, me quisieron.
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