No habían discutido. Ninguno de los dos tenía la personalidad necesaria como para gritar de ira, de bronca, de enojo. Pero el silencio en la cama era más que suficiente para saber que las cosas no estaban bien. Sus piernas no estaban entrelazadas, ni sus manos tomadas. No se miraban.
Ninguno sabía muy bien lo que pasaba: ella estaba acostada sobre su espalda, él dormitaba. Afuera, el frío quemaba la piel, pero el hielo parecía haberse colado entre las sábanas.
Pensaba, y el corazón se le agitaba, dando golpes contra la caja torácica, quejándose. Se levantó. Buscó el consuelo en el agua caliente, y mientras las gotas caían sobre su cuerpo, los pensamientos no cesaron, sino más bien todo lo contrario: parecían retumbar sobre los azulejos del baño. La angustia se apoderó de ella, pero le era imposible llorar: ya había demasiada humedad en el ambiente como para sumarle un poco más. Se vistió apresuradamente y fue a la habitación predeterminada a ponerle punto final a algo que, desde hacía diez minutos, ella consideraba que jamás debía haber empezado. Pero lo encontró dormido y se tuvo que morder la lengua.
Eligió al azar de entre uno de los libros nuevos que se había comprado y se dispuso a leer, envuelta en una manta, en el sillón del living. "Los adioses" de Onetti. No pudo pasar de la primer página: la dedicatoria rezaba "A Idea Vilariño". Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Volvió hasta la habitación dónde él estaba acostado, en algo que le pareció una eternidad, deseando a cada paso que daba no acabar siendo un ser como Onetti. Recordó la historia de Idea y él: él casado, ella soltera. Ambos difíciles, con varias parejas, con las locuras propias de un escritor. Pero siempre volvían al punto de partida: en el momento más oscuro allí estaban, para aferrarse a ellos mismos, al sexo, al vino, al amor. Pero Onetti no se la jugó por Idea: siguió en la fácil, buscándola cuando la necesitaba, alejándola después; y finalmente, arrepentido en una cama de un hospital, por todo lo que no hizo.
Idas y venidas, arrepentimiento, dolor, daño. ¿Eso era amor? Puede que sí, pero no era el amor que ella elegía. Su amor tenía que ser más puro, sano, sin reproches ni rencores, sin tristeza. No había lugar para ser Onetti, no podía dejar que él se dejara pasar por arriba, no podía aprovecharse de su amor.
Se sentó al borde de la cama y lo miró dormir, con el alma agitada aún, pero con la convicción de que era el momento para comenzar a hacer las cosas bien. Él abrió los ojos.
-¿Hay lugar para mí en la cama?- le preguntó.
Él se apartó en silencio, se acomodaron entre las sábanas y se abrazaron sin mediar palabra. No hizo falta nada más para entenderse, para aceptarse y para amarse, si eso era posible, un poco más.
Que bello!
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