Los veranos los pasábamos entre historias fantásticas, todas ellas con un elemento en común: el pasillo del edificio.
Con los 'gurises' nos juntábamos cada tarde después de almorzar, cuando nuestros padres trabajaban, y nos hacíamos compañía. A veces íbamos hasta el apartamento del fondo a aprender algo de inglés con la vecina, otras jugábamos una guerra de agua y nos ligábamos algún rezongo de los vecinos por mojar todo y hacer demasiado ruido. Aplicábamos también juegos más clásicos: juegos de mesa, la mancha, la escondida o incluso jugar "a los Power Rangers". También había cartitas de amor de verano en hojas perfumadas y Barbies cuando ellos no estaban.
Pero el recuerdo que atesoro con mayor cariño era un juego nuestro, raro y terrible a su vez, con toda esa inocencia de los niños ante los problemas del mundo moderno. Jugábamos, aprovechando la infraestructura de plantas del pasillo y lo que íbamos encontrando en nuestras casas, a que éramos adultos exitosos, con notebooks hechas de papel. Nos íbamos de viaje de negocios y nuestro avión caía en el medio del Amazonas. Hasta allí, el comienzo del juego era siempre igual: una catástrofe linda, en la que nadie salía herido y a partir de la cual teníamos una vida mejor. Cooperábamos para vivir con la naturaleza, construíamos nuestro hogar de sillas y sábanas, juntábamos flores para comer y dejábamos de lado las notebooks y la tecnología. Y nos reíamos, y teníamos hijos, y nos cuidábamos y formábams una "tribu".
Me gusta porque era tremendamente divertido; pero también porque siempre había historias diferentes, y porque viéndolo ahora, creo que la teníamos clara. ¿Quién quiere ser exitoso, cuando puede vivir en paz? ¿Quién quiere una notebook, pudiendo tener plantas y flores y gente? El avión estrellado era, para mí, ese quiebre social que a todos nos está haciendo un poco de falta.
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