Eran las dos de la mañana. Estaba sentada en el borde de la silla, en mi habitación. Las lágrimas no podían ya controlarse, la vista fija en la pantalla de ese aparatejo casi diabólico.
Cuando vivís en una guerra constante, la paz siempre es falsa y dura poco. Apenas unos minutos antes estaba yo en el cine disfrutando de una buena película, para acabar luego desconsolada en casa. No había punto medio, más que el de la tranquilidad que me daba un mensaje cuasi absurdo de alguien a quien aún no quería dar toda mi atención. Pero incluso eso se esfumaba ante el sonido breve pero frustrante de un nuevo mensaje de texto kilométrico con palabras llenas de rencor.
Y entonces, un balde de agua fría. Leí la catarata de insultos, apreté suavemente la flecha que se encontraba abajo a la derecha y abrí otra conversación que, de golpe, buscaba hacerme reír. Y de nuevo a los insultos. Vibraba en mi mano la promesa de algo mejor, una noche de viernes.
Improperios hacia mi persona. Leí el último texto cruel y despiadado, escrito desde la comodidad de una cama de dos plazas con una novia dormida y unos celos quemando y volví para quedarme. Bloquee. Abrí. Reí y me soné la nariz.
No hubo que llorar más.
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