Dos meses después de mudarme, caí enferma. Estuve encerrada una semana entera, y me di cuenta qué era eso que me molestaba de mi nuevo hogar.
Un día estaba sentada en el sillón, agotada, y me puse a mirar un pájaro que estaba sobre el muro, frente a la ventana. Algo me molestaba al paisaje del pájaro y las flores, hasta que me di cuenta: las rejas de mi ventana.
De todas las casas en las que viví, esta era la primera con rejas. Un artilugio que tenía el propósito de encerrar fieras y malhechores, ahora es el lugar desde donde se esconden aquellos que tienen miedo. Miedo a que les saquen sus pertenencias y sus vidas. Pero seguro que lo primero más.
Camino por las calles de mi barrio, y veo rejas. A veces, me tomo el trabajo de ver qué tan útiles resultan: ¿Son fáciles de saltar? ¿O simplemente son un artilugio que funciona como una especie de barrera más mental que física para aquel que intenta pasar? Hay rejitas chicas, que se quedaron estancadas en esos años más felices y menos protegidos; y otras que incluyen también muros, pinchos y electricidad, que lucen amenazantes pero también tentadoras: algo esconden detrás de esa agresividad.
Hoy, mientras caminaba, me encontré desvariando, y llegué a la conclusión de que las rejas en las casas nos representan como sociedad: tenemos miedo al otro, al punto de que preferimos encerrarnos en nosotros mismos que dejarnos robar —literal y metafóricamente— un par de veces en la vida.
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