Ayer llegamos a casa cansados, y me dolían los pies de bailar. Eran las cuatro de la mañana, y cuando me senté al borde de la cama para sacarme las sandalias, la vi: con su cuerpito chiquito y sus patas largas y flacas, caminando hacia mi pie con precisión. Y con la sandalia a medio desabrochar, la maté. Sin dudarlo. De un golpe seco, tan seco que quedó espachurrada contra la baldosa gris. Me quedé en shock mirando el cuerpo muerto de ella, la araña, pero ella ya no representaba solo a esa araña en particular, sino que a mis ojos era todas las arañas del mundo: la que me había picado cuando era niña; la que había encontrado una vez en Cien años de soledad y por la que decidí, en su momento, no leerlo; y esa que, unas semanas atrás, había logrado matar pegándole con la escoba, de lejos.
En un acto rápido y tajante, había dejado a la araña aplastada en el suelo, sus fluidos derramándose de la misma forma que el sudor frío que me recorría el cuerpo tembloroso de auténtico pánico. Firme y precisa, había matado el miedo a la araña, y capaz, algún miedo más.
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