domingo, 16 de octubre de 2016

Violencia

Hace días que tengo un nudo en la garganta. Desde que mataron a Lucía. Capaz porque compartía nombre conmigo, tal vez por las circunstancias de violencia que vivió, llevada a un nuevo nivel de deshumanización que nos revolvió las tripas a todos cuando supimos de la noticia. Escribo aunque tengo ese nudo que no se me va, aunque mis palabras no la devuelvan a la vida.
En mis dos últimos años de liceo tuve un muy buen profesor de filosofía, de esos pocos que te quieren enseñar a pensar por vos mismo. Un día, sin saber muy bien por qué, yo le plantee mi mundo utópico, un mundo lleno de igualdad, de amor, de paz. Se rió y me dijo que aún no me había decepcionado lo suficiente de la humanidad, que en unos años volviera a contarle que ya no creía posible mi sueño. Sin embargo, durante todos estos años me mantuve fiel a mi creencia de que está en nuestras manos construir un mundo mejor.
Ayer me atreví a decir en voz alta —pero no tan alta, porque una parte de mí no quería convencerse— que ya no quería luchar más. Que ya no podía creer en las personas, que el mundo entero se había roto. Pero no puedo darme ese lujo.
Porque yo, a diferencia de Lucía, estoy viva. No me violaron. Por suerte, tampoco me pegaron. Pude frenar todos los actos violentos y abusivos que un hombre creyó que podía ejercer sobre mí, desde el grito perverso por la calle hasta el que me manoseó sin permiso en el baile, las escenas de celos y de «así no salís vestida» y a todos los hombres que alguna vez consideraron que podían mandar sobre mi cuerpo o sobre mi alma.
Por suerte, soy mucho más libre que las nenas que son abusadas por su propio padre casi desde que nacen, las que son vendidas como quien vende un florero —como prostitutas, en casamientos obligados—, a las que le arrancan el clítoris para que no sientan placer, a las que les niegan el derecho a educarse, a las que les prohíben trabajar para que dependan de la voluntad de su pareja, a las que no pueden salir de una relación insana porque les han mermado su voluntad.
Nací con suerte. En mi familia siempre me apoyaron para que estudie, trabaje y me desarrolle. Me enseñaron que soy libre, independiente y fuerte. Me criaron para que así lo sea. Sin embargo, eso no me salva de terminar en una cuneta porque un hombre así lo decidió.
Sí, estoy enojada y decepcionada con el género humano. Siento un nudo en la garganta que quiere gritar «esto no lo tolero más». Pero es precisamente por eso que tengo que seguir. Para que no haya más Lucías. Para que todas tengan la misma suerte que yo. Y para que ninguna se estremezca pensando en el dolor que va a sentir si ese tipo que le pasó por al lado en la calle de repente se da media vuelta y decide que la va a violar, que la va a empalar y que la va a matar. Nunca más, ni una menos.