miércoles, 27 de abril de 2016

Siesta

Aprendí a dormir la siesta los domingos a las cuatro de la tarde, en tu cama de una plaza, mientras tu hermano jugaba en la computadora y vos me enrollabas en esas frazadas antiguas de lana que tanto abrigan.
Era una siesta de panza llena de asado con fritas y de risas y de lagañas. Del calor de una familia reunida en torno a una mesa de la que yo me sentía parte a pesar de ser la más reciente incorporación. Y de tus brazos rodeándome fuerte, sin ganas de soltarme en ese poco rato que tenías antes de irte a trabajar.
Era siesta con el sol entrando por la ventana y ruido a platos que se lavaban allá en la cocina, de apoyarse el uno en el pecho del otro y acompasar la respiración mientras los pies se daban calor mutuamente.
No duraba más de treinta o cuarenta gloriosos minutos en los que la paz se apoderaba de esa cama pequeña que se nos hacía grande de tanto querer juntarnos. Paz de aflojar la mandíbula y despertar babeados, somnolientos y apretados.
Ahí aprendí yo a dormir la siesta.


Aunque capaz que ya sabía dormir la siesta, pero esta era otra siesta.

martes, 12 de abril de 2016

Suicidio por TV

Hoy, una persona en mi país estaba decidiendo saltar de un —creo que— noveno piso en el centro de la ciudad, a plena luz del día. En un país con una tasa de suicidios altísima.
Hoy, también, se hizo viral el video de una señora suicidándose. Sí, esa misma señora. Compartida cientos de veces por Whatsapp. Alguien la vio, y decidió que era mucho mejor levantar el celular, enfocarla y filmarla mientras su cuerpo se estampaba contra el suelo, y quedaba hecho pedazos. Y se los digo así, capaz que porque no se están dando cuenta de la atrocidad que eso implica.
¿Tal vez esa persona no podía ayudarla? Puede ser. ¿Ya había otras personas intentando ayudarla? Probablemente. También puede que esa persona creyera que no debía intervenir ante tal magnánimo deseo de otro, y optó por no ayudar. Pero, realmente, no entiendo en qué momento de todas estas cuestiones medianamente aceptables, alguien decide grabar un acto así.
El suicidio es un tabú. Mucha gente se suicida, mucha gente intenta suicidarse y mucha gente piensa en hacerlo, aunque no lo lleve a cabo ni lo intente. Pero no se informa en los medios de comunicación por el temido "efecto contagio"; tenemos un sistema de salud que no ofrece tratamiento psicológico, y si lo hace, te da cita para dentro de tres meses; tenemos a familiares de suicidas o de personas que lo han intentado sintiendo vergüenza de algo así, como si fuese vergonzoso sentir que uno no puede con la vida que tiene. Tenemos que hablarlo: si necesitamos ayuda porque sentimos que es mejor ponerle un fin a nuestra vida pero creemos que está mal, si queremos ayudar a alguien, si pasamos por esto... Es la única forma de cambiar una situación alarmante. Y también de evitar que haya alguien que lo considere un espectáculo digno de ser grabado con un smartphone.

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Si sentís que no podés, podés acudir a los siguientes lugares (en Uruguay):
http://www.ultimorecurso.com.uy/ - 0800 8483 y 094 44 08 77
http://www.fundacioncazabajones.org/ - 2403 4562, 2403 4560 y 2408 4788

miércoles, 6 de abril de 2016

Hasta que el divorcio nos separe

Son tiempos oscuros para el amor "para toda la vida". Parece que el negocio de los abogados sigue en alza, al punto de que las parejas solo se casan porque saben que se van a poder divorciar.
Somos la generación de los padres divorciados, esos que no supieron arreglar sus diferencias para seguir caminando juntos. No los culpo, porque son la transición a una sociedad diferente. Son esos que ya no aceptaban el casarse por dinero o por arreglo, pero que todavía se casaban jóvenes e inexperientes, como echados de la juventud hacia un mundo de responsabilidades. Se encontraban con veintipocos calzándose el traje para el altar y cambiando pañales, cuando apenas sí habían salido a bailar. No los culpo por no saber entenderse con su primer novio, porque convivir no es fácil y menos si es a prepo.
Pero está claro que si no fuéramos hijos de padres divorciados, no seríamos lo que somos como generación novel en esto de las relaciones. Vimos fracasar, tal vez, la relación más importante para nosotros: la de nuestros propios padres. ¿Qué esperanza para nuestro propio futuro podemos tener si nuestros padres, seres a los que a temprana edad consideramos perfectos, no pudieron salvar el hundimiento de su relación?
Es imposible no construir el fracaso en nuestra vida amorosa con tal ejemplo estrepitoso. ¿Para qué voy a querer a alguien, si todo va a terminar? ¿Tendría que tomarme el trabajo de abrir mi corazón a un completo desconocido para que me lo rompa? Está claro que no. Gran parte de los hijos de padres divorciados pasan por etapas diferentes de anhelo del amor. Puede ser una pubertad acelerada, con una relación amorosa de mucho apego que, lógicamente y por la edad, fracasa al poco tiempo. Un desinterés por el amor en años posteriores, un miedo a formalizar a medida que nos acercamos a la adultez, e incluso un desencanto hacia el amor que nos hace preferir un gato (o perro, también puede ser perro, no sea que me critiquen por el cliché) antes que cualquier otro tipo de compañía.
Somos la generación del fracaso anticipado. No hacemos por miedo al fracaso. Tal vez nuestros padres fueron personas civilizadas que resolvieron su separación como seres normales, tal vez recordamos gritos y discusiones terribles; obviamente no da igual, pero la ecuación termina con el mismo resultado: en algún momento, todo termina.
Somos la generación del sexo fácil, de las relaciones esporádicas y de preocuparnos poco por el otro. El miedo a repetir la historia paterna nos impide relacionarnos con normalidad, creando una coraza a nuestro alrededor de indiferencia, de "me caso, porque total después me puedo divorciar". Justificamos el porqué de amar a alguien: por qué nos ennoviamos, por qué vivimos juntos, por qué nos casamos, por qué vamos a tener un crío. Y entre medio de todo eso, aclaramos que todo se puede revertir, porque le tenemos terror a la idea de que verdaderamente podemos ser felices, podemos no tener que divorciarnos. Somos una generación más preparada emocionalmente en muchos sentidos: vivimos experiencias diferentes a las que vivieron nuestros padres, somos menos "inocentes" y tenemos menos obligación de cumplir con un estatus. Nadie nos va a mirar mal si tenemos cinco relaciones formales o nos acostamos con treinta personas; si nos queremos centrar en estudiar y no en casarnos a los veintitrés. Por ende, tenemos más posibilidades de relacionarnos con personas diferentes, de probar y de hacer introspección. Y por ende, más fracasos pequeños y menos probabilidades de un corazón roto de verdad. Pero le tenemos miedo a todas las posibilidades que se nos dan, por ese recuerdo de un fallo que ni siquiera fue nuestro.
Entonces, somos la generación de "el amor no importa". Y creo que todos, aunque sea muy en el fondo, nos enternecemos al ver a una pareja de viejitos caminando de la mano, sonriéndose, haciendo la compra juntos en la feria. Sabemos que aunque vivamos en tiempos de "hasta que el divorcio nos separe", todos queremos entender ese amor simple producto de los años pasados, ese que solo se explica con cada arruga y cada beso de labios finos por el paso del tiempo.

viernes, 1 de abril de 2016

Sentimiento inexplicable

Ayer fui por primera vez al Parque Central, y pude entender un poco más la magia del fútbol.
Siempre fui ajena a este deporte. En casa, ni a mi padre —que suele ser el que transmite esa pasión— ni a mi madre les interesaba el fútbol. Por ende, no fue algo que me inculcaron, algo que vi ayer en muchos niños, algunos de apenas dos o tres años, que aplaudían y se emocionaban con su camiseta tamaño mini.
No es un deporte que me divierta especialmente. Puedo mirar uno o dos partidos, pero generalmente me aburro o me distraigo con otros elementos ajenos al juego de pelota en sí. Pero ayer, me emocioné. Y me di cuenta de que la magia del fútbol es justamente eso: algo especial y único, algo que corre por las venas y que poco tiene que ver con los goles. Es algo similar al amor incondicional a una madre: sabemos que no es perfecta, pero nunca va a dejar de ser la mejor madre del mundo. Y sí, seguro que muchas madres se sienten ofendias por esto, pero siento que para el verdadero hincha de un cuadro, es algo incondicional e ilógico.
Vi familias, vi colores, vi gente contenta. Vi emoción pura como no veo habitualmente, porque parece que estamos constantemente dormidos en este mundo que pasa rápido y no deja huella. Y sí, aunque no entienda qué es lo que genera que te guste más ese cuado que aquel otro, porque para mí son solo once pibitos pateando una pelota, me alegra esa emoción contenida, esa gente poniéndose de pie exaltada ante un ídolo.
Me gustaría saber que todo esto que genera el fútbol queda acá: en las caras de los niños sonrientes, en las bengalas llenas de color que parecen moverse al son de los bombos y los gritos de las hinchadas, y el juego de algunos virtuosos más abajo, en el césped. Me gustaría creer que toda esa magia queda encerrada en esos 90 minutos, tal vez en los momentos previos, y nada más.
El hincha violento, el barrabrava, la intervención policial... todo eso existe, y lo sé. Pero hoy quería hablar de lo lindo de ese sentimiento inexplicable que genera el fútbol. Ojalá no existiera más la violencia, ojalá todos entendiéramos que todo punto bueno no necesariamente tiene que tener uno malo. Ojalá pueda disfrutar de más momentos lindos de pasión ajena, porque si algo hace feliz a los demás, me termina haciendo feliz a mí.
Y aunque no entienda nada de fútbol, ¡qué lindo es!

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Gracias a mi hincha de Nacional favorito.