domingo, 31 de enero de 2016

Para siempre

Una de las primeras cosas que me preguntaron cuando me hice mi primer tatuaje, allá por los 13 o 14 años —no recuerdo bien— fue si no me daba miedo que fuera para siempre. Como si algo para siempre fuera algo terrible. Con el paso del tiempo, muchas veces más me cuestionaron decisiones drásticas, grandes, pero que no necesariamente eran tan para siempre como aquel tatuaje.
Tal vez porque siempre fui muy segura de mis actos, porque tengo un poco de impulsiva y mucho de racional, nunca me dieron miedo las cosas duraderas, difíciles de volver atrás. También porque creo que todo —"menos morirse", diría mi vieja— tiene solución si encontramos que no nos gusta lo que acabamos de elegir. Hasta un tatuaje feo o escrito con faltas de ortografía. Pero me doy cuenta que, a mi alrededor, la mayoría de las personas no piensan como yo.
Veo personas muriéndose de miedo de cambiar, por si algo no resulta bien. Ya sea dejar el trabajo de oficina de nueve horas que los agota y no les llena el alma para elegir eso que si les da vida; irse a otro país porque quieren, porque les gusta, y porque sí; animarse a invitar a salir a esa persona que los mira de reojo y les tira todos los "sí" silenciosos —nótese que este fenómeno dura aún si la relación prospera, en los momentos importantes como "¿querés irte a vivir conmigo? ¿querés casarte conmigo? ¿querés tener un hijo conmigo?"—.
No sé de quién es la culpa. Está bueno decir que es culpa de la sociedad, porque así seguimos sin replantearnos ni un poco nuestras vidas. Pero la sociedad somos nosotros, cada uno de nosotros que elegimos quedarnos en el molde, no luchar, tener miedo, elegir lo fácil, querernos poco. Por eso le tenemos miedo al para siempre: porque no nos conocemos lo suficiente como para saber con certeza que queremos algo para el resto de nuestra vida, porque nos hemos vueltos cínicos y pretenciosos y rompimos el amor, la libertad y la felicidad. Y por ende, no sabemos tomar nuestras propias decisiones con seguridad, sin estar pendientes de lo que piensa el resto, sin miedos.
También es cierto que hay un grupo pequeñito de gente que está en el otro extremo —también culpa de "la sociedad"—, que son esos que hacen cualquier cosa sin pensar ni un poco. Me hago un tatuaje en el medio de la frente con el nombre de mi banda favorita porque ahora me gusta y me da igual después; me mudo de país porque hace tres días que lo vengo pensando hasta que en el aeropuerto me deportan porque ni siquiera averigüé si precisaba algo para entrar; le digo que lo amo al pibe que conocí hace un mes porque soy así de intensa en mis sentimientos, pero en un rato voy a amar a otro. Son los menos, pero de vez en cuando uno se encuentra a ese torbellino de personas a las que el para siempre no tiene ningún valor.
Somos una sociedad de extremos, ¿no? Estás los atemorizados, encerrados en el traje de oficinista y en la relación de pareja con la que solo miran series de Netflix porque no tienen ni medio tema de conversación; y los otros que se comen el mundo sin medir las consecuencias, y se rompen —y rompen a los demás—. Estaría buenísimos que no le tuviéramos miedo a las cosas que son para siempre, que supiéramos qué queremos que en nuestra vida se mantenga —el tatuaje, la pareja, los amigos, una profesión— y qué podemos tomar como aventura pasajera, como elemento temporal, aunque importante, en nuestra vida. Y así, no andar vendiendo para siempres cuando no se debe, ni andar perdiendo para siempres cuando vale la pena tenerlos.