domingo, 11 de octubre de 2015

La gente idiota

Todos tenemos prejuicios. El mío no son los negros, ni los judíos, ni las fans de Justin Bieber. Lo mío es la gente idiota.
Cuando digo esto, suelo meterme en problemas. Primero que nada, el hecho de insultar a alguien (la Real Academia Española dice que idiota es alguien tonto, alguien sin instrucción o alguien engreído sin fundamento) no me hace una persona especialmente simpática; en segundo lugar, el darle una nueva acepción a una palabra muchas veces da lugar a confusiones.
Así que, si usted ya se indignó, tiene toda la razón del mundo. Pero no puedo evitar ser transparente y decir que mi prejuicio, simple y llanamente, es la gente idiota. Y el mundo está plagado de ellos...
Alguien idiota es alguien que se enorgullece de jamás haber leído un libro, mas no me parece idiota alguien que no disfruta de la lectura (aunque sí, debo admitir, un poco raro) o alguien que dedica su tiempo a otras actividades. Lo mismo vale para cualquier actividad cultural: soy una persona más que razonable cuando alguien dice que no le gustó una película que a mí me parece una obra maestra, y también (aunque me haya costado más) he llegado a entender a aquellos que dicen que les gusta la cumbia, no como elemento bailable en fiesta nocturna, sino como pieza musical. El problema no es, tampoco, la persona que no puede acceder a la cultura por el motivo que sea (pobreza, distribución, etc.), solo es verdaderamente idiota el que desprecia la cultura.
Alguien idiota es una persona que se siente mejor que las demás (puede que ahí me acerque un poco más a una de las definiciones de la RAE). Ahí está el doctor que le habla mal a la cajera de supermercado porque no tiene un título universitario, el hombre que maltrata a la mujer (y viceversa), los que torturan animales solo por sentir que el humano es mejor que un perrito o una rata, el metalero que cree que los que no escuchan metal no saben nada de música (puede insertarse otra tribu urbana/género musical), los que gritan, los que corren de un lado para el otro sin pensar, los que prefieren los billetes que un abrazo, los enfermos políticos y religiosos... y la lista me sigue quedando corta.
Y por último, pero no menos importante, la gente idiota es aquella que prejuzga. Y no soporto a la gente que prejuzga.

Atentamente, yo: alguien que detesta la ópera y la cumbia, que a veces le habla mal a la gente y no sabe hablar de política sin ofuscarse.

Atentamente, una persona idiota.

jueves, 1 de octubre de 2015

El problema de vivir con un hombre que no es machista

Vivir con un hombre que no es machista no es fácil. Más bien, me viene complicando la existencia.
Tal vez usted, mujer que tiene que hacer todas las tareas del hogar, no entienda mi postura, pero eso sucede porque no la ha vivido.
El problema de vivir con un hombre que no es machista radica, esencialmente, en que me doy cuenta de que yo sí lo soy. Pese a que aún recuerdo las palabras de mi madre cuando era niña cuando, por circunstancias de la vida me dijo "vos tenés que ser independiente, tenés que ser profesional y tener trabajo, y no depender de ningún hombre", soy machista.
Sí, tal vez en mi discurso libertario me encuentro con que quiero usar la ropa que quiero, tener los amigos que quiero; y me horroriza pensar que hay mujeres que se dejan golpear por quien, en teoría, debería amarlas y respetarlas más que a nadie. En mi mundo ideal teórico, la igualdad -no porque seamos iguales, sino porque tenemos los mismos derechos- es la piedra angular de una relación amorosa.
Pero todo esto es de la boca para afuera. Sí, soy una mujer profesional, fuerte, independiente. Incluso, gano más que mi actual pareja, algo raro en el mundo que vivimos. Mi relación se basa en el respeto, en la confianza y en la libertad, por sobre todas las cosas. Jamás permití ni permitiré que se me critique una pollera muy corta, pero tampoco la idea de seguir estudiando o trabajando. Sin embargo, me cuesta ceder en el hogar.
En la primera situación, hago una lista de la compra para que él vaya al supermercado. Cuando llego a casa después de un largo día, me doy cuenta de que faltan dos o tres cosas de la lista que precisaba para cocinar. Me enojo, y decido que la próxima vez voy a ir yo al supermercado.
En la segunda situación, él se olvida de destender la ropa, tarea que por acuerdo habíamos decidido que iba a hacer. Llego cuando está lloviendo y la ropa está ahí, mojándose, después de un par de días en la cuerda. Me enojo, y decido que la próxima vez voy a tender yo la ropa.
¿Cuál es el problema? Soy machista. Quiero hacer todo yo. ¿Por qué? Porque yo lo hago mejor, porque yo llevo diez años cocinando, limpiando y haciendo las compras de un hogar, porque eran tareas compartidas con mi madre, quien, por casualidad, también es mujer. Probablemente algo que jamás le exigieron a él por, tal vez, machismo. O costumbre. Pero costumbre machista.
Cuando la sociedad habla de machismo, habla de daño hacia la mujer: la que gana menos, la que es violentada, la que es abusada, la que hace todo. Si yo hiciera todo lo que hay para hacer en esta casa, sin duda terminaría exhausta. Lo ideal es repartir las tareas, pero en un mundo machista en el que el perjudicado también es el hombre, me es más fácil hacerlo yo que dejar que se equivoque, que queme el arroz, que tienda mal la ropa o lave mal el piso una, dos y tres veces, hasta que un día, por práctica -como lo hice yo y todos-, le salga bien.
Soy machista en ese momento en el que, cuando lo veo luchando con la sarten engrasada, pienso que probablemente yo lo haría mejor. Porque ese, inconscientemente, es mi lugar, cuando el suyo es el sillón, la tele y la cerveza.
Por eso, la próxima vez que piense que yo hago algo mejor, voy a callar mi machismo con esa buena cerveza que, por ley natural, yo también merezco. Y así, en la próxima entrada de blog, también les podré contar sobre el alcoholismo.