martes, 30 de junio de 2015

Rock and roll

Todos los días, llegaba a su casa después de las 8 horas y ponía la misma canción en YouTube. Las guitarras eléctricas distorsionadas le hacían mover los pies mientras dejaba la compra en la heladera, y el gato ronroneaba al son de la voz cascada del cantante. Mientras cumplía con la tareas del hogar -cocinar, limpiar... ¡es difícil ser un hombre que vive solo!-, miraba de reojo los pelos largos y rebeldes, los riffs de guitarra que marcaban el ritmo y lo dejaban absorto.

***

Se despertaba, de lunes a viernes, a las 7.45. Entraba a la oficina a las 9, con la camisa bien planchada y los zapatos lustrados. Organizaba sus planillas de Excel, leía los correos electrónicos de los clientes y realizaba complicadas sumas con la calculadora. Almorzaba un churrasco con ensalada, a veces arroz, a veces fideos. El repertorio no era muy extenso porque su madre había considerado que no era necesario que aprendiese a cocinar, ya que esa era la tarea de la mujer que él nunca tuvo cuando, a los 28 años, decidió independizarse. Tenía media hora reglamentada por ley, pero como casi siempre los platos no eran un manjar de los dioses, engullía más para matar la necesidad básica de llenar el estómago que por placer. Además, no se llevaba bien -o ellos no se llevaban bien con él- con sus compañeros de trabajo, por lo que la soledad lo acompañaba en el rincón de ese comedor de manteles de hule y microondas con olor a pescado viejo.
Había decidido irse de su casa porque no tenía mucha personalidad: el padre le había dado todos los gustos malos, esos que solo se compran con dinero fruto de no estar nunca en casa. La madre, por el contrario, le había dado todos los gustos buenos en exceso, de forma que terminaron siendo malos. Y así, con una carrera exitosa y llena de doces pero pocos amigos, y fiestas, y borracheras, y sexo; con 28 años era un hombres con un sueldo mucho más elevado que la mayoría de los de su edad. Independizarse era una forma de cortar el núcleo materno que lo asfixiaba, y tal vez de empezar a vivir.

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Pero no todo había sido tan fácil. Mientras el resto de las personas de su edad sufrían por pagar el alquiler o llegar a fin de mes, él no tenía esa clase de problemas, pero tenía otros, como la incapacidad de hacer amigos. Desde niño le pasaba: su timidez lo abrumaba, y quedaba ahí callado, quieto en un rincón mientras la niña de ojos grandes le sonreía y le preguntaba si quería jugar a la escondida con ella. Los niños de su edad eran crueles, le tiraban de las trenzas a las chicas y jugaban a pegarse para ver quién era más fuerte. Él no era fuerte, ni tampoco bueno con las chicas, y su papel en la escuela era similar al de una planta.
En el liceo, la cosa empeoró. Las chicas dejaron de ser chicas y empezaron a tener tetas, y su cabeza de abajo notó el cambio grato de la compañerita de ojos grandes, y quería jugar a la escondida con ella, pero de una forma diferente. Pero no. Ella ya no se lo preguntaba a él, el gordito fofo, sino a aquel otro, el alto, el carismático, el rebelde. La hombría ahora se demostraba fumando cigarrillos, algún porro y tomando mucha cerveza. Y las mujeres siempre miraban al macho alfa, y no a él, que escribía poemas horrorosos de amor hacia las tetas de la mujercita de ojos grandes, deseando descubrir la maravilla de insertar el pene en su vagina. Pensaba y pensaba de noche, y sus fluidos corporales quedaban impregnados en los calzoncillos que con tanto amor le lavaba su madre. Y se maldecía por ser el buenazo que las iba a tratar bien; pero ellas seguían prefiriendo en sus vaginas el pene del malote que las iba a desvirgar y luego dejar llorando con sus amigas, embuchadas de Coca Cola light y alfajores.

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Cuando entró en la facultad, las cosas no cambiaron mucho. Tal vez, fueron a peor -sí, aún más-, porque ya no había una compañerita de ojos grandes y tetas lindas; sino muchas: cientos. Y él seguía siendo el mismo boludo de siempre, ese que escuhaba las guitarras distorsionadas de un rock and roll.
Su tío, que era bastante crá, le había dicho que los guitarristas se cogían a todas las minitas solo por ser guitarristas. Se ofrecía a regalarle la guitarra, las clases y el éxito de su vida emocional, de su virginidad llena de pajas tristes.
Pero el solo hecho de pensar en subirse a un escenario le daba escalofríos, y aparte había que conseguir al resto de los integrantes del grupo -algo difícil para un asocial-, y ser buenos en eso, y conseguir que vayan minitas al boliche de turno donde toquen para poder cogérselas como buen guitarrista de rock... y no, no era posible el camino a esa opción.

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Se había mudado solo. Se levantaba, desayunaba, trabajaba, volvía a las tareas del hogar. A veces, se sentaba en la Rambla a mirar el mar, los domingos de tarde luego del almuerzo familiar de rigor. No tomaba mate.
Solo el sonido de las guitarras tocando un buen rock and roll cambiaban algo de su vida. Entonces, la música que salía de los parlantes de su computadora lo hipnotizaban, y se sentaba a ver los dedos que acariciaban las cuerdas con pasión, como si cada una de esas cuerdas fuera un trozo de piel de mujer, como si cada uno de esos rockstar estuviesen cogiendo, cogiendo a la música con furia, con rebeldía. Él quería estar ahí, afuera del molde que le había construido la vida, con los pantalones de cuero y las chicas tirándole sostenes. Pero le daba miedo comprarse la guitarra, y probablemente, seguiría viviendo sin rock and roll.

viernes, 26 de junio de 2015

Drogas

Estaba arrodillada frente al water y a los lejos escuchaba tu voz. Quería levantarme y verte, pero lo único que conseguía con cada movimiento era vomitar un poco más de mi estómago hecho trizas.
Me dormía abrazada a la loza, pero alguna risa fuerte me despertaba. Desde la puerta veía la luz de colores cambiantes y quería acercarme a ella, pero la botella casi completa de vodka que corría por mi sangre no me lo permitía. 
Esa noche me iba a quedar en casa: era la primera vez que salías en la televisión y te hacía mucha ilusión que te viera. Me lo habías pedido expresamente, pero un mensaje tardío con una invitación me hizo dudar de los planes. "Vuelvo temprano y veo gran parte del programa" me dije a mí misma.  Y lo cumplí. En parte. 
Había bebido en dos horas lo que normalmente bebía en seis o siete. Una botella de vodka no era mucho para mí, pero las prisas me habían jugado una mala pasada. Le había dado, además, un par de caladas a un porro. Tal vez más. 
No recuerdo cómo llegué a casa, pero sí la alegría que tenías el día después al preguntarme qué me había parecido. Y la vergüenza que sentía cuando me cuestionabas por las diferentes entrevistas y yo no sabía cómo decirte que no había visto nada, que había amanecido tirada en el suelo del baño y con resaca.
Había querido escapar. Tenía una buena excusa para hacerlo: no quería fallarte en un día tan importante, y lo hice. Me ganó la invitación de la botella, del hielo en el vaso, del alcohol que quema la garganta y los problemas. Todo eso le ganó al amor hasta que fue muy tarde, y te imaginé frente a los focos y yo no estaba ahí, del otro lado, mirándote. Corrí, pero ya era demasiado tarde porque ya estaba borracha y no pude remediarlo: tan sólo una imagen fugaz antes de salir hacia el baño para no volver. Toda la noche, tu imagen y tu voz inundaron el comedor de mi casa, pero yo no te pude ver. El alcohol era un velo que me alejaba de todo y de todos, en el frío de las cerámicas del suelo de un baño, y en el calor del sol que me quemaba en esa plaza donde me preguntaste con orgullo si te había visto.
"Te vi un buen rato, pero después me dormí".

martes, 23 de junio de 2015

Sexo

Un beso. Y dos y tres y cinco. Una sonrisa con los ojos entrecerrados. Una mano que rodea la cintura y apreta mi cuerpo curvo y suave contra el suyo, firme.
Más besos. Manos que se apoyan en la mejilla, en el cabello, en el hombro. Se deslizan hasta la cadera, vuelven a subir, ven un botón. Desabrochado uno, dos, tres... La camisa abierta, el tejido de encaje negro deja entrever sensualidad. La mirada baja, la mano recorre, sujeta con firmeza, pellizca.
Ropa cae. Uno, dos, tres, cuatro. Se trancan los zapatos, las miradas. Las manos se desesperan. Cinco, seis, siete. La cama.
Las bocas se buscan, eligen el cuello, las mejillas, la frente, la nariz y de nuevo los labios. Las respiración se entre corta y bajo a recorrer con besos: el pecho, los brazos, la panza. La mano firme vuelve a jugar con mi pelo, lo sujeta, lo enreda, lo saca de mi rostro para verme mejor. Beso y beso, y la mano dirige mis besos. Subo y vuelvo: el cuello, las mejillas, los labios...
Miradas fijas. Manos que se buscan, se entrelazan, buscan piel, proximidad. Un dedo recorre una boca, una lengua. Todo es tan opuesto, y su oposición se mete en mí. Y cierra los ojos, se muerde los labios. La mano firme ya no toca, agarra: quiere todo al mismo tiempo. Y me mira, directo a los ojos. Y solo puedo pensar en la mano en la cadera, y en la firme convicción de que necesito estar más cerca de su cuerpo, aunque eso ya parezca imposible.
Me recuesto sobre su pecho. Tiemblo. Tiembla. Movimientos exactos, certeros, conocidos. Vacío, negro, nada.
Abro los ojos. Está ahí.

sábado, 20 de junio de 2015

¡Auxilio!

¡Cómo cuesta pedir ayuda! Es una simple palabrita -el idioma la hizo corta, encima-, pero se te queda enredada entre las cuerdas vocales, entre las papilas gustativas, meditándose entre las caries de las muelas del juicio, si es que las tenés.
Pedir ayuda es una tarea titánica, al menos para mí, que tengo el ego lo suficientemente grande como para creer que puedo con todo; y la empatía suficiente como para no querer joder a nadie con mis problemas, porque siempre pienso "seguro que tiene los suyos propios". Tanto me cuesta, que a veces rechazo la mano extendida, esa mano que ya vio de antemano lo que necesitaba sin que yo lo pidiese. Ni así, che...
Creo que lo mío es un problema, porque a veces genera una barrera entre mí misma, mi problema en concreto y los demás: esos entes diferentes a mí -aunque de la misma especie- que, por alguna extraña razón, me quieren. Entonces, las cosas se ponen jodidas: a nadie le gusta ser rechazado, y muchos menos cuando está ofreciendo ayuda.
Pero dejémonos de diatribas innecesarias: creo que toda la sociedad tiene miedo de pedir ayuda. El individualismo por el que tanto abogamos nos fue matando, dejando atrás el instinto de cooperación que todas las especies vivas tienen: hasta las abejas ayudan a las flores, y viceversa. Como sociedad desviada que somos, construimos un sistema en el que vale el "solo importo yo", y por ende también construimos vínculos egoístas en los que la ayuda no es una opción. Entonces ahí vamos: clamando por lo bonito que es poder hacer lo que se me antoja y que se me respete como individuo (que no digo que no sea importante), y quedándonos cada vez más solos.
En esa dinámica de conseguir los objetivos propios, de crecer uno, de ganar, en esa historia del goleador que ya no pasa la pelota porque es la estrella, ¿quién carajo va a pedir una mano? No muchos están dispuestos a sacar algo de su tiempo para dárselo a otro, y menos si eso significa que a la otra persona le va a ir mejor. Entonces, ¿para qué pedir ayuda?
Nos hemos acostumbrado a ser una sociedad plana, vacía; de vínculos chatos, porque no se puede pedir que algo funcione si no damos espacio a las cosas realmente importantes, y una de las más importantes es pedir ayuda.
Cuando uno pide ayuda, se libera. No solo es la cuestión de si el otro soluciona o no el problema; a veces, es la descarga emocional de comentarlo, esa sensación de liberación que te infunde fuerzas para enfrentarte a lo que venga. Pero además, uno pierde otra cosa más: el ego. Cuando decimos "¡auxilio!" le estamos diciendo al otro que lo necesitamos -ergo, nuestro orgullo debe desaparecer-; pero también que confiamos en esa persona -tenemos que demostrar sentimientos también, algo a lo que poco estamos acostumbrados...-.
Por eso, pedir ayuda, cuesta, tranca, es difícil. Pero, ¡qué bien iría el mundo si todos aprendiéramos a decir más seguido "no puedo", "no sé", "ayudame"!

miércoles, 3 de junio de 2015

Carta a mi abuelo

Te fuiste demasiado pronto. Y te lo digo así porque sos la persona que más extraño en este mundo -y te lo cuento a riesgo de que lo lea mamá y se ofenda porque no la extraño más a ella, de la que estoy tan solo a un avión de distancia-. Pero vos me haces falta de formas diferentes; porque pienso que ahora en vez de pelearte y decirte que soy de Peñarol por llevarte la contraria, me sentaría contigo a ver el partido de Nacional por la tele y escucharlo por la radio al mismo tiempo.
Al final, no fui doctora; pero supongo que si hubieses estado acá el día de mi recibimiento, hubieses aplaudido igual -palmas lentas y sonoras al son de un potente "¡BRAVO! ¡BRAVO!"- a como lo hacías cuando me subía arriba de algún escenario a bailar flamenco. En ese entonces seguro que me daba vergüenza, pero no sabes lo que daría yo por esos aplausos hoy. Porque te imagino leyendo lo que escribo y llenándote de orgullo. Las matemáticas no son lo mío, por mucho que lo hayas intentado.
Extraño todos tus raros rituales, como comerte una caja de Garotos después de almorzar, o los caramelos masticables de Toffee. Un día, un amigo me ofreció uno y me puse a llorar. A partir de ahí, cada vez que me veía triste me traía un par porque sabían que era la mejor forma de animarme. Y aunque no soy católica, uso la medalla de Nuestra Señora de la Misericordia que me hace acordar a vos en cada momento difícil de mi vida. Me acompañó en todos los exámenes como una suerte de talismán protector.
Extraño que me cocines panchos. Un día me descubrí diciendo por enésima vez que "no me gustan los panchos, pero si hay eso para comer los como". Y me di cuenta que el problema no son los panchos, sino tu ausencia. Porque vos tostabas el pan, ponías el agua en esa cocina antigua y les ponías bastante mostaza, o los envolvías en jamón y queso. El ritual yo lo veía sentada en un banquito próximo, expectante, y todo me parecía una maravilla. Eran los panchos más ricos del mundo, porque estaban hechos con mucho amor de abuelo. Y no voy a encontrar nunca unos así -ni La Pasiva los puede patentar-.
Después nos íbamos hasta el Montevideo Shopping, me llevabas a Zara y me explicabas sobre el corte de los trajes. Y nos quedábamos los dos mirando todo con las manos detrás de la espalda, en ese gesto tan Vázquez que compartimos.
Gracias por dormir en el sillón para que yo pudiera hacerlo en tu cama. Gracias por jugar a las Barbies conmigo, e inflarme la piscina en verano a pleno pulmón. Lamento no haberte dicho más veces que te quería y que estaba agradecida con vos, con el hecho de que te sentaras a ver películas de Disney conmigo. Gracias por hacerme sentir especial entre el resto del mundo; lamento haber ido a tu velorio, pero comprendeme: era muy chica y no tenía las ideas claras, todavía no consideraba que la muerte es tan solo un paso más de la vida. Lamento no haberte tirado todas las cajas de cigarros; porque si estuvieras acá darías una luz tremenda, vos y tus risas, tu humor raro y tu enorme bondad.

Espero que ahora, en donde sea que estés, te hayas vuelto a encontrar con el amor de tu vida. Nos veremos en algún día.

Lu

PD: Las leyendas de la familia dicen que consideraste una buena opción ponerme María José. Esa sí que no te la perdono.