domingo, 31 de mayo de 2015

Un día te salvé de dragones

Un día te salvé de dragones, y eso que no estaban en mi cama. 
Te salvé en una suerte de rocambolesco affaire entre la literatura clásica y el cine de ciencia ficción; con trenes que se estrellan en la estación y besos de película. 
Te salvé de ese dragón negro, grande y feo. En mi cabeza, me arriesgué por vos, te puse por delante porque me importás. Yo fui la superheroína de un cuento con final feliz, porque últimamente las historias románticas no me venían saliendo muy bien. 
Te salvé de ese dragón que echaba fuego por la boca y representaba todos mis miedos, todas mi inseguridades, todas mis angustias. Te salvé del pasado, de la locura, de lo que otros hicieron, de la historia de mi familia, de mi personalidad cruel e inventada que hablaba para herir y no se correspondía con la realidad.   
Un día, en mis sueños, te salvé de dragones que te tenían preso, cautivo. No podías escapar de ellos, porque también eran tus miedos y tus dudas. 
Un día, con los ojos bien cerrados, mi imaginación convirtió todo en dragones. Con valentía me enfrenté a ellos para que, al despertar, no se vinieran con nosotros a la realidad. 

jueves, 28 de mayo de 2015

Violencia es...

Tenía quince años, y un novio al que consideraba el amor de mi vida. Él era todo para mí, que fui criada en un ideario romántico en el que el amor ocupaba las 24 horas de mi día: era ese salvador que venía a completarnos, a llenarnos, a invadirnos...
Con esa edad, las cosas no eran muy serias. Sin embargo, yo fantaseaba con matrimonio y nombres para mis hijos, mientras él apenas tenía tiempo para dedicarme, entre el fútbol y las salidas con amigos
¡Era tan protector! Decía que yo era muy bonita, y que por eso no podía salir sin él... ¡había tanto degenerado en la calle! Además, siempre me hacía saber cuando estaba haciendo algo mal, eso me ayudaba a saber muy bien mis limitaciones y hacer todo lo posible para mejorarlas: él se merecía todo, y yo no siempre podía dárselo. A cambio, me cuidaba de todos aquellos que me quería dañar, alejándome de toda esa gente que yo, tonta, no supe ver que eran malos para mí. Me sentía una reina con él, ya que me demostraba todo su amor en esos pequeños actos. 

Un día fui con mis amigas al cine. Al salir, como aún era temprano decidimos tomar un helado y comentar emocionadas cada detalle de la película entre risas. El sonido de un celular silenció las carcajadas adolescentes.
-Recién salí del cine... Sí, estoy con ellas... ¡Pero me dijiste que no querías que te acompañara a ese cumpleaños porque no conocía a casi nadie!... Estoy tomando un helado... No, no voy a ir... No... Bueno, está bien, en media hora estoy ahí.
Recuerdo las miradas de mis amigas. Las risas se habían borrado, y parecían haber envejecido cien años. Les expliqué la situación, que me iba, de noche, sola, a Ciudad Vieja, a una casona semi abandonada, a una fiesta, con él. Me contestaron con monosílabos, sin saber cómo hacer frente a algo que claramente consideraban que estaba mal, y me subí al primer taxi que encontré.
El taxista era amable. Hablamos de todo un poco, pero no estaba muy convencido de mi destino. "¿Es acá?", me preguntó mirando la casa. "¿No te estaba esperando tu novio, nena? Acá no hay nadie. ¿Tenés celular? Escribile a ver si nos confundimos", me repetía con aire paternal.
-No, tranquilo. Debe estar adentro- le dije, pero no terminaba de estar convencida de la situación. Le pagué, le agradecí y fui corriendo hasta el portal. Me recibió con un vaso de whisky en una mano, y otro de algo incierto en la otra. "Es para vos". Probé, estaba cargado de alcohol. Él encendió un cigarro. Saludé al que celebraba el cumpleaños y a los pocos que conocía. Me sentía fuera de lugar, y podía notar las miradas puestas sobre mí. 
Las paredes de la casa estaban pintadas de rojo. No había muebles más allá de una mesa, una barra y unos sillones roídos; y el suelo de parqué estaba deslucido. Había un montón de gente borracha, la música muy alta y las paredes descascaradas. Algunos rincones oscuros se prestaban para que las parejas mantuvieras relaciones sexuales. Estaba horrorizada, pero mi príncipe estaba ahí y había valido la pena todo. 
Me agarró de la mano y me llevó a un entrepiso que más bien parecía un pasillo con un sillón. No había luz, por lo que estábamos en penumbras. Yo quería hablar. Él solo me besaba: la boca, el cuello, el pecho. Sin saber cómo, estaba sobre mí, besándome y desabrochando los botones de mi camisa.
-Acá no- balbuceé. Fue difícil convencerlo, pero logré que parara y bajamos a bailar.
Pero otra vez me vi envuelta en el aliento a whisky y cigarros, con los pantalones bajados, contra la pared de un baño sucio sin pestillo en la puerta, con olor a orina, con un espejo roto, con él agarrándome de las manos y penetrándome una y otra vez en un acto mecánico, sin pasión, mucho menos con amor. La puerta se abrió, nos pidieron disculpas. Yo no quería zafar de esa, ni siquiera oponía resistencia a sus manos en mis muñecas, y sentí el semen caliente chorreando por mis piernas. Me encerré en el cubículo del baño a higienizarme mientras las lágrimas caían sin cesar. Estaba cansada, sucia, dolida en cuerpo y en alma. 
No era una violación porque yo había accedido. Él me gustaba. Yo, de alguna forma loca y retorcida, en mi mente adolescente sin autoestima y con el vértigo de las cosas que pasan muy deprisa, creía que era lo mejor para mí. Pero no. 
Meses después me dejó por otra, con el corazón destruido en mil pequeños pedazos que por mucho tiempo creí irreparables. Yo no estaba convencida aún, pero me estaba haciendo un favor. 


***

Violencia no es solo que te peguen. Violencia es que te hablen mal, que te celen enfermizamente, que te alejen de tu entorno, que no te valoren, que te menosprecien y humillen, que te obliguen a hacer cosas que vos no querés (tener relaciones, ir a un determinado lugar...), que te lastimen día a día. Violencia no es amor. Amor es paz, es compañía, es mimos, es cuidar y respeta, es confiar. 

Si te sentís violentado, pedí ayuda. Alejate, corré. Confiá en quienes sí lo merecen. Avisá. 

lunes, 25 de mayo de 2015

Costumbres de frío

Despertarse y asomar la nariz al mundo helado. Remolonear un buen rato, negando la realidad.

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El vidrio de ese ómnibus atestado de gente a las ocho de la mañana, empañado. El cielo gris. El calor del gorro de lana, las manos con guantes negros con los dedos cortados para tener manualidad al manejar las monedas para el boleto.

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Sentarse en la silla de la computadora, con un libro en mano. Los pies sobre la estufa a gas, a riesgo de que el olor a ropa quemada atraiga a tu madre al grito de "te va a hervir la sangre".

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La estufa leña los viernes de noche en Salinas. Milanesas con papas fritas con papá. O pizza de Tienda Inglesa. Películas alquiladas, Super Mario en la Nintendo. El fuego que me da temor y al mismo tiempo calienta la casa, helada por la humedad del invierno en el interior.

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Esperar el tren para ir a la facultad en una estación casi desolada en la que aún no terminó de amanecer. El cielo está de muchos colores, y el frío seco de esa zona de España hace que los labios se te cuarteen y la piel de las manos se resquebraje y sangre.

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Las noches de fiesta, de alcohol, de vestido corto que buscaba conseguir unos ojos que lo miren. Noches de juventud, dónde buscaba sexo y libertad en la aceptación de los otros. Las piernas congeladas, los pies casi muertos. La espera larga hasta la hora de entrar en la discoteca.

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Ir a la Rambla un sábado de tarde. Atarse el pelo para no terminar con la mitad en la boca por el viento. Caminar. Reírse. Pasar frío. Volver a casa para merendar bizcochos con una cocoa.

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Tomar té. El ritual. Calentar el agua, pero que no hierva porque sino quema el té. Preparar la taza, el filtro. Colocar una cucharadita de té negro, o verde, con frutas o flores. Verter el agua suavemente, y apreciar el vapor que viene cargado de aromas. Esperar dos o tres minutos mientras el agua adquiere color, y tenemos que sacar el filtro y disfrutar, con las manos sobre la taza caliente.

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Ducharse con el agua como para pelar chanchos. Ponerse el pijama rosa de Mafalda, las pantuflas y correr hasta la cama. Abrigarse bajo el acolchado de plumas violeta, besarse, mimarse, tocarse. Tocar la panza con las manos frías. Juntar nariz con nariz y mirarse con los ojos bien abiertos en el escondite debajo del edredón. Enredarse de muchas formas, acariciarse mutuamente el pelo y finalmente cerrar los ojos en alguna posición extraña.

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Las tormentas que te calan los huesos. No importa qué tan abrigado estés, ellas van a volarte el paraguas, la melena y las ideas. Te van a mojar los pies y los conceptos. Vas a llegar a casa con las emociones revueltas.

miércoles, 20 de mayo de 2015

La marketinización del sexo

Hace un tiempo, alguien me habló de Tinder. No iba a ser la primera ni la última red social/página web/loquesea para conseguir pareja que existiera en el mundo. De hecho, era bastante más puntual, porque Tinder es una app para tener sexo casual. Nada de amor aquí, muchachos, que hay necesidades básicas que cubrir. Nada de citas. No queremos ir hacia el altar.
Aceptado ese punto, me empecé a preguntar por qué la gente se había vuelto tan loca con Tinder. Incluso mucha gente me recomendó que lo usase aún teniendo pareja "porque es divertido". Entonces, me dediqué a investigar cómo funcionaba dicha aplicación, y me di cuenta cuál era el punto atrayente más allá de conseguir sexo: la marketinización del sexo.
¿Qué es eso? No me vengo a hacer la puritana, pero el sexo como lo vemos hoy en día está sobrevalorado. En un mundo en el que vivimos bombardeados por imágenes, jingles y ventanas en pop-up que nos quieren vender cosas -y un estilo de vida determinado-, el sexo vende.
Entonces, una publicidad de perfumes tiene una mujer sensual semidesnuda, con el cabello mojado y los labios carnosos. Una tienda de electrónica se vende con dos mujeres con escote y minifalda roja, realmente atractivas. Marcas de ropa como American Apparel te muestran sus prendas con modelos en poses sexuales y muy provocativas, comiendo lascivamente un caramelo. Todas las películas y series tienen al menos un desnudo frontal y una escena subida de tono, y personas que hacía años que no leían se ven cautivadas por un libro de (dudoso) carácter erótico.
Nos venden sexo. El sexo es importante en tu vida. Si no tenés una vida sexual activa, variada, llena de experiencias y personas diferentes, no sos nadie. La gente popular pierde la virginidad muy joven. La gente popular no es monógama. La gente popular hace tríos, orgías, tiene sexo anal y va al sex shop una vez al mes mínimo. La gente popular no sufre de sequía sexual, de problemas de erección ni tampoco tiene días en que el cansancio de la rutina le gana al deseo.
El sexo es un modo de vida. Y sos menos si no entras en ese juego. Por eso, puede que haya gente que le parezca raro que alguien prefiera la monogamia -ni que hablar del celibato-; o, como yo, no quiera usar Tinder. Porque sí, el sexo es físico: la atracción es visual principalmente, y si lo que las retinas ven no agrada, difícil que conozcas mi cama.
Pero Tinder -como casi todo lo demás en este tema- es terrible. Solo podés evaluar si querés acostarte con alguien por una foto. Atracción pura y dura: los lindos ganan, y los feos seguimos guardados en el cajón, con el carisma cayéndose a pedazos. En la marketinización del sexo vale el "cuantos más, mejor", y por ende la competencia es mayor. Y como ya sabemos gracias al capitalismo, la competencia nos pide un mayor nivel de exigencia, en el que el propio marketing también nos tiene todo planeado: cremas para las arrugas, las estrías y la celulitis; gimnasios y ejercicios cuasi infinitos; maquillaje y ropa a la moda -cada vez más rápida-...
Y al final, en esta vorágine sexual de nuestra vida, en la que nos gustamos por una foto porque nos falta autoestima y nos sobra tecnología, nos olvidamos del punto más importante del sexo. La mente, señores. El sexo se genera en la mente, y no en las tetas grandes o los abdominales marcados. En la persona que te pueda generar un montón de cosas solo con decirte algo. En el arte de la seducción, en la capacidad de tener una conversación interesante, en el erotismo y no en la pornografía; en el hermoso vínculo que se logra generar emocionalmente de algo tan físico. La marketinización del sexo toma como única verdad el cuerpo firme y la carne turgente, alienando nuestra sexualidad, eliminando toda posibilidad de gozo real y absoluto, para que cada vez necesitemos más. Este es el consumismo del sexo, la necesidad del sexo por pertenecer.

No tengo Tinder porque no le puedo ver la mente a nadie, y con una foto de una cara bonita no me alcanza.

viernes, 1 de mayo de 2015

Relatividad

La relatividad del tiempo es un concepto maravilloso. Hay momentos en que la vida parece pasar muy muy despacio, y los frames de cada imagen que llega a nuestra retina parece casi que congelada. No quiero usar este tópico, pero allá va: las manecillas del reloj permanecen en el mismo lugar. Sin embargo, hay etapas en las que pulsamos el botón de Fast Forward y la vida corre rápido: hay muchos sucesos, uno tras otro, que no te dejan tiempo a respirar, a pensar ni a sentir.
En un principio creía que el tiempo malo es el que pasa lentamente, como una epifanía dolorosa y karmática. Luego, me di cuenta que podemos ser felices en un reloj parado o infelices en una vorágine.
El tiempo es relativo, sí, señor. Y más si miramos al pasado. Hay momentos que parecen durar siglos aún teniendo de ellos pocos recuerdos, y tiempos fugaces, concentrados. La vida es desigual en nuestro tiempo, con años que duran 732 días y otros que apenas llegan a 50. El tiempo biológico se podrá medir en vueltas de la Tierra al sol; pero el emocional es personal, único e intransferible.

***

Yo tenía el tiempo lento. Hacía unos meses que la vida se había calmado: en ella no había emociones ni ilusiones. Solo simple rutina. La vida pasaba entre obligaciones y libros, clases y risas con amigos. Simpleza positiva en una vida llena de tormentas, pero poco acostumbrada a la calma casi rural de la vida acomodándose en un sitio pacíficamente.
Pero ese sábado comenzó a agitarse. El tiempo seguía corriendo lento, descolorido; pero mi mente tal vez percibía que todo podía llegar a cambiar. Ella, siempre jugando juegos funestos, me ocultó el nerviosismo en el candor de las cosas: una buena comida, una conversación por teléfono, una siesta. Me desperté casi sobresaltada por la hora, y apenas me dio tiempo a cepillarme los dientes: había prometido puntualidad, ya habría tiempo para otro caos.
Fueron dos horas verdes. Dos largas horas que parecían no pasar más, mientras él hablaba de música y yo callaba. Supe que él necesitaba hablar, y dejé simplemente que mis ojos observaran los árboles y su perfil, la campera de cuero y el viento que me daba frío y arremolinaba las hojas y flores primaverales. Ya me tocaría a mí, y él sabría cumplir, sin dudarlo ni un segundo, su papel de oyente. Sonreí tímidamente a sus pocas miradas, me decepcioné ante ese beso que no venía. Y tuve más frío.
Todo había sido lento, pausado. Pero se convirtió en inconmensurablemente eterno ya en el final del recorrido, junto al muro de mi casa. No hubo siquiera movimiento: fueron fotos. Fotos de dudas, de miedos, de inseguridades, de vergüenza.
La fotografía final aceleró el tiempo.