viernes, 24 de abril de 2015

Etapas

La vida está compuesta de etapas. Los amantes de lo racional y del querer tener todo bajo control -por algo mi madre me llama "la mujer de las listas", y por algo existe Excel- queremos también, de formas más o menos consciente, ordenar la vida.
Estoy en un error, lo sé. Nadie puede ordenar el caos, porque la naturaleza misma es un sistema perfectamente ordenado en su desorden, y el equilibrio se consigue mediante esa anarquía vital de todos los sistemas, en los que un pequeño cambio puede alterar las cosas, aunque sea para bien.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar en las etapas: si el cuerpo, que es naturaleza, tiene etapas, ¿por qué la mente, el espíritu, no habría de tenerlas? Nacemos, crecemos, jugamos, tenemos la edad del pavo y maduramos a medida que se nos va el acné adolescente, seguimos caminando y nuestro cuerpo se va cansando de a poquito, hasta que en un momento no existimos más. Nuestra parte intangible también, quiero creer, atraviesa por esas etapas.
La vida tiene etapas, y nadie lo puede negar. De algunas no nos acordamos, como la primera palabra o cuando aprendimos a caminar; aunque fueron pasos grandes, lo hicimos casi que desde la inconsciencia. Pero si rebuscamos en nuestra memoria, todos encontramos esas etapas típicas: terminar la primaria, el primer amor, el primer día de tu primer trabajo. Hitos históricos de nuestra vida, puntos clave que marcarían un antes y un después, y que aparecerían como capítulos importantes de nuestras biografías no autorizadas.
Eso son etapas: lugares, hechos y personas que te transforman y hacen que, el día que mires atrás, te des cuenta de que algo cambió y no sepas muy bien cuándo ni cómo, ya que probablemente no seas plenamente consciente -como al dar tus primeros pasos- de lo importante que haya sido el rendir ese examen que tan nervioso te ponía, aprender un idioma nuevo que luego te abriría muchas puertas o declarar tu amor por alguien.
La vida es una sucesión de etapas que comienzan y otras que acaban. La gente le tiene miedo a los finales, a los cierres: siempre dije que hay que seguir, caminar, mirar adelante. Si una etapa se cerró, que no sea más que un recuerdo en la memoria y la posibilidad de empezar de nuevo, con otras ideas y proyectos, con personas que signifiquen algo, dando la posibilidad de que, el día que cerremos la etapa final de nuestra vida terrenal, todas esas pequeñas etapas nos hayan demostrado que vivimos.
La vida es anarquía. Las etapas no tienen momentos fijos, no son iguales para todos, no duran lo mismo ni se presentan de la misma manera. Ese falso orden de etapa tras etapa no es más que caos, ya que cuando rebusquemos en nuestra mente, solo veremos memorias.

domingo, 19 de abril de 2015

Manual para amar

Paso 1: Encuentre a una persona. Puede ser en la calle, a través de un amigo, en el supermercado o una red social. Cualquier persona es válida, si sigue el resto de pasos.
Paso 2: Pase tiempo con ella. Descúbrala. Considérela como un ser humano valedero de su amor.
Paso 3: Escúchela. Aprenda más de ella.
Paso 4: Tímidamente, abrace, mime y de palabras de cariño a esa persona.
Paso 5: Gane su confianza. Abra su corazón. De a conocerse.
Paso 6: Considere si todo este tiempo compartido genera una sensación en usted. Si esa sensación se asemeja a la mezcla de nerviosismo y felicidad, puede considerar adecuado seguir al siguiente paso.
Paso 7: Mire a esa persona a los ojos. Considere si está dispuesto a amarla por lo que es. No se engañe, no piense en cambiarla, no siga si no está dispuesto a aceptar algo.
Paso 8: Entregue su corazón. Puede hacerlo con palabras, siempre es bonito recibir una declaración en forma de carta o una caja de bombones. Pero hágalo sobre todo con sus actos: de los buenos días a esa persona, deje que llene su hombro de lágrimas si lo necesita y tápele la espalda mientras duerme.
Paso 9: Construya lo que sigue como prefieran ambos. Le recomendamos que no falte nunca confianza, cariño, diálogo, aceptación,
Paso 10: Sea feliz. No se preocupe tanto por cosas superfluas. El amor es simple.

sábado, 18 de abril de 2015

Odio

El odio no es raro. Escuché varias veces decir que es el opuesto al amor. No sé si considerarlos opuestos es algo factible, pero, ¿qué puedo opinar yo, que jamás odié? Parece que es fácil hablar del amor y del odio. La literatura se ha nutrido de estos antagónicos que, sin embargo, considero que pocos han sentido de verdad.
Del amor puedo hablar otro día, y en verdad, hoy ni siquiera voy a hablar del odio... Entonces, ¿qué? Como bien dije, es difícil sentir estas dos emociones tan potentes. Todos hablan de amar y de odiar con ligereza, como si fuera algo que pasa todo el tiempo, con todos y con todo. ¿Será posible ese mar de sentimientos tan fuertes, y encima, sentirlos a cada rato?
Amar, amé. Odiar, jamás. No me siento ni mejor ni peor persona por ello, simplemente nadie logró, por suerte, generarme esa sensación. Pero me puedo hacer una idea cabal de lo que significa odiar -o no-, solo con saber lo que genera que la sola presencia de otra persona me moleste.
Hay seres que despiertan eso en mí. Me molesta, claro está, porque como todo sentimiento, conlleva algo de irracional, y yo soy muy teórica y poco práctica y odio sentir. Por eso no me gusta nada sentir cómo el hecho de que algunas personas que, por motivos más o menos lógicos, me desagraden genere en mí sensaciones tan funestas: los músculos faciales se ponen en modo cara de culo; y no vayas a hablarme, porque siento la crispación corriendo en forma de sudor frío por la nuca.
Pero, sin duda alguna, lo más extraño sucede cuando me encuentro frente a la pantalla de algún aparato electrónico leyendo a esa persona que me molesta, mirando sus fotos o escudriñando su vida. La mente humana es perversa, y genera, como ya lo dije más arriba, que dos cosas tan opuestas como el amor y el odio se asemejen. ¿O ustedes nunca miraron mil veces la foto de la persona de la que están enamorados? Esa misma fascinación obsesiva se genera -acrecentada por las redes sociales- cuando odiamos a alguien.
Y entonces, como en el amor, vas construyendo en tu cabeza una serie de preceptos y prejuicios del otro, ese ser que en algún momento hizo algo real que te generó malestar, hoy en día es una quimera de varias cabezas alimentada por tu propio ego, una construcción casi esquizofrénica de todas las justificaciones que te das a ti mismo por sentir algo que no está bien visto: odiar. El trabajo de un semiótico ante los símbolos y signos que ve una persona que odia a otra debe ser jodidito: poco de verdad, mucho de ciencia ficción.
Y así, como en el amor también, cuando odiamos a alguien odiamos la construcción que hacemos de esa persona. Juntamos sus pedacitos -lo que publicó en Facebook ayer, lo que recuerdo que me dijo hace un par de meses y que me dolió...-, y entonces nos dedicamos a llevar a cabo un proceso que modifica y amalgama todas las partes de la historia a nuestro favor; y construimos una personita a la cual odiar, que luego se semi-materializa en el cuerpo físico y real de ese alguien que elegimos cuasi al azar y nos genera malestar... y vuelta a empezar.
Eso es el odio: el mismo proceso que el amor, pero a la inversa. Con el paso del tiempo, uno se da la oportunidad de conocer al otro y desmitificarlo, o simplemente corre la suficiente agua bajo el puente como para olvidar que alguna vez se odió -o se amó-.
El odio, como el amor, no es complejo. Es instintivo, natural, casi animal. No se piensa, se siente, y poco tiene que ver con todos estos párrafos que acabo de escribir en la madrugada de una primavera ibérica. Así que si tuviste que hacer este proceso, no es odio -ni amor-: es molestia, es enojo, es rencor, es ira.
Bienvenido al mundo de los que no odiamos.

lunes, 13 de abril de 2015

Tres generaciones

Esta entrada está basada en hechos reales. Desde ya pido disculpas a mi madre y a mi abuela.


Las casas compuestas por tres mujeres no son fáciles. Menos, si son tres generaciones. Por algo fue Eva y no Adán la generadora del pecado original: el infierno mismo puede ser un hogar habitado por mujeres.
Primero que nada, la bombacha colgada en la ducha. Emblema del feminismo por excelencia, es como una marca de terreno -una de las tantas que tenemos- que indica "acá vive una mujer". Pero lo cierto es que, sin bombacha en la ducha, el baño es el paraíso de la mujer y la tortura del hombre, que poco a poco ve minado el espacio por variedades de cremas, productos para el pelo y maquillaje, a los que también podemos sumar pelos en el suelo, en la pileta, en el resumidero de la ducha...
Segundo, el tono de voz. Los agudos femeninos pueden llegar a ser bellamente ensordecedores, y para seguir cayendo en tópicos que muchas veces se cumplen, las charlas son más extensas e intensas. En casa hay tres personalidades que convergen y conversan, una con voz suave y dulce; otra firme pero dulce; y una alta y bastante más grave de lo normal.
Y el circo es más o menos así: la bombacha de la Nieta colgada de la ducha es un hilo dental, y divierte a las otras dos con cuentos de hombres y de besos. Hereda la torpeza de la Abuela, y entonces se juntan las dos en la cocina cuando la del medio está haciendo sus obras de arte dulces y tiran algo, o se ponen en medio del camino y ella se enoja; pero al rato se le pasa y cuando ellas ya están sentadas en sus posiciones estratégicas, pasándole un huevo o un poco de azúcar impalpable y contando historias, Madre ya olvidó el enojo y decidió que las sobras se iban a convertir en un postre improvisado y empalagoso para después de cenar.
Abuela es suave e inocente, necesita que se le expliquen muchas cosas, aunque la picardía le sale por momentos cuando te habla de que en San Valentín las casas de citas van a estar llenas o se ríe ante los cuentos de la Nieta que chuponea. Madre se horroriza a medias, porque cree que aún debe educar a Hija, aunque con 25 años ya está más que educada y todos saben que es muy responsable con el trabajo y los estudios, pero un poco tiro al aire con los hombres y le gusta bastante el vodka.
A veces se enojan, como todas las familias. Abuela no, porque tiene paciencia y nació en la época en que la mujer aguanta y calla, lleva el peso en la espalda y se le nota. Eso no la exonera de ligarse alguna puteadita de rebote -y ni tanto-, pero por suerte ninguna es rencorosa y las cosas se olvidan; entonces se acuestan a charlar hasta que se duermen, o deciden ponerse cremas en la cara y experimentar con peinados, o comer chocolate o llorar o reír o abrazarse.
Hija tiene que explicar que no le gusta que le ordenen el cuarto, que ella se entiende así. Aún así, de vez en cuando le tienden la cama contra su voluntad. Entonces ella llega y hace una tortilla y le queda rica, pero madre se queja de cómo bate los huevos y le da miedo cómo pica la cebolla porque Hija es zurda, y se olvida de que parece raro pero es todo al revés y no se va a cortar. Y se sientan a la mesa y cuentan anécdotas, con quién se cruzaron en el correr del día y lo que pasó en el ómnibus. A veces se suma Novio de Hija/Nieta, y los viernes de noche vienen los Amigos y hacen reuniones y Abuela quiere charlar porque le gusta la juventud, que dicen que es un divino tesoro.
Sin embargo, Abuela se levanta temprano a veces, ordena las cacerolas y golpea cosas, y se olvida de que Nieta duerme. Entonces llega Madre, que trabaja de noche, y entorna la puerta de la cocina con un repasador porque el pestillo está roto y se abre. Prepara café y comen pan con manteca y azúcar, Hija se despierta somnolienta y desayuna alguna cosa rara, como pizza del día anterior o un refuerzo.
Tal vez la casa es rara, un poco caótica, con dos espejos en el baño y una Virgen en el living, con cosas de repostería hasta arriba de los roperos y una cama a la que llaman "la camita de Blancanieves". Tal vez ellas son raras, porque son tres generaciones juntas, viviendo y conviviendo, luchando por derribar las barreras que el tiempo pone entre ellas y sus costumbres, sus ideales y sus visiones del mundo; y entonces Abuela se acostumbra a que el Novio de Nieta se quede a dormir, y Madre tiene paciencia a las cosas de persona mayor que comienza a hacer Abuela, mientras va viviendo sus propios cambios, sintiendo que el nido se vaciará dentro de poco y que capaz que pasan cosas y la cama queda vacía y no hay más carcajadas ni pizza recalentada a las diez de la mañana.

miércoles, 8 de abril de 2015

Click

Eran las dos de la mañana. Estaba sentada en el borde de la silla, en mi habitación. Las lágrimas no podían ya controlarse, la vista fija en la pantalla de ese aparatejo casi diabólico.

Cuando vivís en una guerra constante, la paz siempre es falsa y dura poco. Apenas unos minutos antes estaba yo en el cine disfrutando de una buena película, para acabar luego desconsolada en casa. No había punto medio, más que el de la tranquilidad que me daba un mensaje cuasi absurdo de alguien a quien aún no quería dar toda mi atención. Pero incluso eso se esfumaba ante el sonido breve pero frustrante de un nuevo mensaje de texto kilométrico con palabras llenas de rencor.

Y entonces, un balde de agua fría. Leí la catarata de insultos, apreté suavemente la flecha que se encontraba abajo a la derecha y abrí otra conversación que, de golpe, buscaba hacerme reír. Y de nuevo a los insultos. Vibraba en mi mano la promesa de algo mejor, una noche de viernes.

Improperios hacia mi persona. Leí el último texto cruel y despiadado, escrito desde la comodidad de una cama de dos plazas con una novia dormida y unos celos quemando y volví para quedarme. Bloquee. Abrí. Reí y me soné la nariz.

No hubo que llorar más.

domingo, 5 de abril de 2015

Juegos

Los veranos los pasábamos entre historias fantásticas, todas ellas con un elemento en común: el pasillo del edificio.
Con los 'gurises' nos juntábamos cada tarde después de almorzar, cuando nuestros padres trabajaban, y nos hacíamos compañía. A veces íbamos hasta el apartamento del fondo a aprender algo de inglés con la vecina, otras jugábamos una guerra de agua y nos ligábamos algún rezongo de los vecinos por mojar todo y hacer demasiado ruido. Aplicábamos también juegos más clásicos: juegos de mesa, la mancha, la escondida o incluso jugar "a los Power Rangers". También había cartitas de amor de verano en hojas perfumadas y Barbies cuando ellos no estaban.
Pero el recuerdo que atesoro con mayor cariño era un juego nuestro, raro y terrible a su vez, con toda esa inocencia de los niños ante los problemas del mundo moderno. Jugábamos, aprovechando la infraestructura de plantas del pasillo y lo que íbamos encontrando en nuestras casas, a que éramos adultos exitosos, con notebooks hechas de papel. Nos íbamos de viaje de negocios y nuestro avión caía en el medio del Amazonas. Hasta allí, el comienzo del juego era siempre igual: una catástrofe linda, en la que nadie salía herido y a partir de la cual teníamos una vida mejor. Cooperábamos para vivir con la naturaleza, construíamos nuestro hogar de sillas y sábanas, juntábamos flores para comer y dejábamos de lado las notebooks y la tecnología. Y nos reíamos, y teníamos hijos, y nos cuidábamos y formábams una "tribu".
Me gusta porque era tremendamente divertido; pero también porque siempre había historias diferentes, y porque viéndolo ahora, creo que la teníamos clara. ¿Quién quiere ser exitoso, cuando puede vivir en paz? ¿Quién quiere una notebook, pudiendo tener plantas y flores y gente? El avión estrellado era, para mí, ese quiebre social que a todos nos está haciendo un poco de falta.